La dimensión judicial del procés sigue provocando grietas en los cimientos del Estado de Derecho. Cabe recordar que la sentencia penal dictada por el Tribunal Supremo condenó a los acusados del procés por un delito de sedición en concurso medial con malversación agravada.
Como es sabido, el Gobierno central impulsó posteriormente una reforma parlamentaria del Código Penal (Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre) que afectaba directamente al corazón jurídico de la sentencia del caso: por un lado, mediante la derogación del delito de sedición y la aprobación de un nuevo delito de desórdenes público agravados y, por otro, mediante la reforma del delito de malversación. En ambos casos, y con esa doble reforma, se planteaba de forma obligada la revisión de la condena impuesta en su momento por el Tribunal Supremo en aplicación de la norma de la existencia de una ley posterior más favorable para el reo.
En su momento, la judicialización de la política y la politización de la justicia dieron como resultado una sentencia desproporcionada en su afán punitivo, centrado en imponer un castigo ejemplarizante. Si alguna duda había acerca de que la sentencia de la Sala de lo penal del Tribunal Supremo fue muestra evidente de que no se juzgaron y evaluaron conductas sino intenciones, ahora queda ratificada tal evidencia.
El Derecho penal no juzga, no puede ni debe juzgar objetivos políticos, debe centrarse en las conductas. Y la sentencia del Supremo valoró y condenó ideas, condenó objetivos políticos bajo un delito, el de sedición, que se centraba en el orden público. Cabría recordar que el bien jurídico protegido, una vez que la propia sentencia descartó la existencia de alzamiento violento, no era el orden constitucional, sino el orden público.
La sedición (ahora derogada) no era una especie de rebelión de segundo grado; al contrario, rebelión y sedición son dos categorías delictivas diferentes, dos tipos delictivos muy alejados: la rebelión se engloba en los delitos contra el orden constitucional y la sedición figuraba en el Código Penal, en cambio, como el delito más grave de la categoría de los delitos contra el orden público. Y, sin embargo, se sentenció e impuso unas penas gravísimas porque el razonamiento condenatorio del Tribunal se centró, de forma tan injusta como errónea, en el intento de vulnerar el orden constitucional establecido.
Ahora, la nueva decisión (mediante auto judicial) del Tribunal Supremo el pasado 13 de febrero de 2023, mediante la cual el Tribunal ha procedido a la obligada revisión de su sentencia condenatoria, dictada el 14 de octubre de 2019, sobre el conocido caso del procés, ha abierto un nuevo frente de discordia entre el poder ejecutivo y el judicial.
El Tribunal Supremo ha vuelto a mostrar su lado más duro y severo: entre las dos posibles interpretaciones derivadas de la reforma legislativa, ha seleccionado para ambas infracciones la que cerraba todas las vías para poder aplicar las nuevas figuras legales sobrevenidas.
En realidad, y los argumentos que la decisión del Tribunal Supremo contiene son prueba inequívoca de ello, estamos ante una resolución judicial que pretende ser una suerte de reacción frente a lo que los magistrados consideran una inadmisible corrección legal (a través de la reforma sobrevenida del Código Penal) a sus resoluciones judiciales (en particular, la dura sentencia del procés).
De hecho, algunas valoraciones políticas relativas a la reforma legislativa contenidas en la nueva resolución del Tribunal Supremo constituyen una clara evidencia de un desliz corporativo o incluso ideológico: el tribunal, en lugar de limitarse a aportar argumentos técnicos en clave judicial, procede a rebatir todos los argumentos que empleó el Ejecutivo de Pedro Sánchez para defender esa reforma y señala expresamente que la nueva redacción del Código Penal “desenfoca el problema” y subraya que ha podido dejar “impunes” futuros ataques a la Constitución.
¿Es esta la labor de los jueces? ¿Les corresponde valorar así las reformas legales? Que el lector juzgue.