Muy querido Maestro: Estoy tranquila. Han pasado los días y sigue firme en su posición. Le confieso que tuve miedo, un profundo miedo de que sufriera la enfermedad que se llama Síndrome de Tako-Ysubo que, según me contó Gabriel Inclán, existe. Este desequilibrio del cuerpo se produce –médicamente no sé explicarlo– por un exceso de amor. El amor es tan intenso que ocasiona la muerte. ¡Qué triste, don Mario, que usted hubiera muerto de amor por una esfinge de aire! Felizmente, la cordura ha vuelto a llenar de sabiduría su cerebro y ahora es don Mario.
La fiesta del chivo es una de las más geniales novelas que he leído. Podría seguir una lista de sus libros perfectos que me han ido enseñando a escribir. Le admiro. Además, me parece que su porte sigue siendo atractivo y su voz preciosa. Podría seguir muchas líneas más de alabanzas. Pero, don Mario, mi querido maestro, usted dejó de pisar el suelo cuando se enamoró de una señora con la que, intuyo, podía hablar poco de literatura y arte. Fue un susto su relación. Sabíamos que Isabel Preysler era divina, que se había hecho tantas operaciones estéticas que ya no podía sonreír con naturalidad. Secretamente, las mujeres hemos envidiado su cuerpo perfecto dentro de sus 71 años. Dentro del morbo que rodea su persona, nos contaron que esta reina de corazones tenía un secreto amoroso que hacia desmayar de amor a sus amantes. Sus matrimonios, totalmente glamurosos, no fueron anónimos. Cuando lo vi, mi querido maestro, del brazo de la dama, me dio un vuelco el corazón, no de admiración sino de espanto. Pensé que era un coqueteo esporádico. Pasó el tiempo y empecé a oír su nombre totalmente transformado. Usted, Premio Nobel de Literatura, se había convertido en la pareja de la Preysler. Perdóneme, don Mario, pero le vi hacer el ridículo en actos públicos y programas del corazón. Sentí que sus libros, que ocupaban un lugar de honor en mi biblioteca, me gritaban asustados. Seguro, pensé, que estaba viviendo una pesadilla. Una pesadilla que iba a terminar muy pronto. Duró ocho años. Ocho años que había dejado de ser Premio Nobel y se convirtió en personaje de la prensa del corazón.
Cuando leí su ruptura con la dama de corazones, sentí un alivio existencial. De un día para otro, usted, don Mario, dejó de ser la pareja de la Preysler para volver a ser usted mismo: Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura y uno de los mejores novelistas de la historia. Después de este lapsus de enamoramiento, es usted mismo. ¡Señor, qué paz!
Volveré a colocar sus novelas en el lugar que se merecen, volveré a sentir el deseo de que siga siendo mi maestro. Regalé cuatro libros de La fiesta del chivo, un libro que considero magistral, y volveré a regalarlo, ocho veces más.
Don Mario, gracias por volver a la sensatez, aunque le perdono ese resbalón ante la belleza de la señora. Gracias porque su nombre no se relacionará más con Tamaras y Porcelanosa. Entrará de nuevo en las páginas de cultura, tan ajenas a los colorines. Volveré a disfrutar de sus artículos y esperaré con impaciencia la próxima novela. Felizmente regresa al mundo real, sin artificios y galas.
Don Mario, ¡qué felicidad ver su cara serena en el pedestal de la literatura, tan lejos de los falsos oropeles, donde parecía una pegatina en la primera página de El Quijote!
Veo con paz, su vida recuperada por la sensatez de un escritor excepcional.
Don Mario Vargas Llosa, el pasado se borra. Hoy sigue siendo un mago de las letras que, por un tiempo, estuvo embrujado por la alquimista de la sorpresa.
Con admiración y cariño.
Periodista y escritora