Dicen que, cuando tienes criaturas, es inevitable cargarles con la mochila de tus expectativas. Es una inercia que va más allá de desear lo mejor para ellas. Porque, inevitablemente, las sentimos como una especie de extensión nuestra y, con frecuencia, sobre todo cuando son pequeñas, nos es difícil asumir que, en realidad, son seres independientes que deben vivir su propia vida y no la que a nosotras nos hubiera gustado vivir y no hemos vivido. Éste es un tema recurrente en películas y novelas que vemos y leemos, juzgando duramente a quien pretende moldear ese camino sin darnos cuenta de que nosotras, de forma patente o latente, hacemos lo mismo. Y es una costumbre peligrosa porque, en su inocencia infantil, nuestras hijas siempre quieren agradarnos, imitarnos, vernos felices, haciendo eso que ven que a nosotras nos gusta que hagan. Nosotras, que nunca conseguimos que nos apuntaran a judo, les calzamos el kimono porque, además, nos han dicho que viene muy bien para que aprendan a ser disciplinadas. Nosotras, a las que siempre nos cortaron el pelo a cepillo, se lo dejamos largo aunque nos cueste un drama cada vez que hay que desenredarlo. Nosotras, que recibimos una educación musical castrense, evitamos que se acerquen siquiera a un instrumento para que, a la larga, no sufran. Nosotras, que crecimos en una familia de emociones contenidas, les cobijamos tanto bajo nuestras alas que apenas les dejamos respirar. En casa procuramos tomarnos este temazo con humor y vaticinamos que nuestras hijas serán todo lo contrario a lo que secretamente deseamos. Y nos recordamos que, a pesar de su afición por el fútbol, su carácter urbanita, su peinado con raya a un lado o su querencia a escuchar trap, siempre querremos reunirnos con ellas en torno a una buena mesa para escuchar de sus labios el relato tan diferente de esas vidas que también son un poco nuestras.