De Ucrania nos llegan noticias poco halagüeñas. La larga lista de víctimas cada vez es más larga, los padecimientos de la población se mantienen en el mismo grado de intensidad y Putin no recula, no le importa que el número de muertos rusos sea de 65.000 o un millón por lo que parece, mientras pueda provocar el mayor daño posible a la población civil. Su obcecación en tomar por la fuerza un territorio que no es suyo se impone a toda lógica. Sin embargo, hay otros escenarios que soportan otra clase de padecimientos sistemáticos diarios igual de crudos y descarnados, como ocurre en la Franja de Gaza.
La suerte de los gazatíes es terrible, más bien, descorazonadora. El hecho de que no se produzcan, actualmente, enfrentamientos entre las fuerzas armadas israelíes y Hamás o la Yihad Islámica, lo que parece una buena señal, no es sinónimo de normalidad, sino del grado de profunda desesperación en la que viven en la Franja, ya casi sin fuerzas, agonizando. En la última confrontación de hace unos meses, hasta Hamás tuvo que exigir a la Yihad que se retirase a sus cuarteles… Pues un síntoma evidente de la pésima y angustiosa realidad que viven los más de dos millones de habitantes es el alto índice de suicidios que se está detectando entre lo gazatíes. No es un tema baladí. La crisis y quiebra moral de una sociedad viene indicada por aquellos que se quitan la vida, no es que tengan miedo de vivir, lo que no soportan es vivir sin esperanza. Los motivos son, sin duda, variados y los registros, por desgracia escasos, por un doble motivo.
Las autoridades de Gaza prefieren ocultar el problema y porque, como en la religión cristiana, el suicido es un grave pecado. Pero hay que entender, que no justificar, las causas de tan drástica y definitiva decisión. Hay que ahondar en los motivos. Lo cierto es que muchos jóvenes no ven otra salida ante la incapacidad de no saber cómo alimentar a su familia, de no encontrar trabajo o malvivir, sintiéndose culpables o responsables, y víctimas de su propia vergüenza, al no cumplir su papel como progenitores de poder ponerles un plato en la mesa u ofrecerles una vida digna. No se dan cuenta de que la orfandad que dejan es peor. Pero tal es el grado de indefensión de la sociedad gazatí que la situación se ha ido agravando ante el cerrojo militar israelí y la prolongación del conflicto. Nada entra ni sale sin que las autoridades hebreas lo consientan, pero al mismo tiempo, eso impide el desarrollo e impulso de actividades económicas en Gaza, con unas infraestructuras, por lo demás, destruidas o seriamente dañadas por los diversos enfrentamientos armados (en las cuatro incursiones de castigo protagonizadas por Israel en la última década y media), y tampoco permiten que la población se desplace libremente a territorio israelí para desempeñar oficios temporales. A muchos trabajadores palestinos que iban tirando con el desempeño de estas labores (sobre todo, en la construcción), no les queda ni eso. Y las familias solo subsisten gracias a la solidaridad de sus allegados, porque no hay un Estado ni unas mínimas instituciones que les puedan asistir, salvo la ayuda humanitaria de las ONG, pero que tampoco es suficiente.
El día a día de muchos gazatíes es una lenta espera por ver si cambia el contexto. Las cifras son muy elocuentes a este respecto, el 62% de la población, que se dice pronto, necesita ayuda alimentaria; el 78% del agua no es potable, la electricidad solo da luz la mitad de la jornada y el 47% de los palestinos en edad de trabajar se halla en paro. E imaginamos que aquellos que trabajan tampoco cuentan con unos ingresos suficientes, lo hacen en condiciones laborales precarias y con escasas o ninguna capacidad de ahorro para cualquier emergencia. Con este panorama, no es infrecuente que muchos palestinos se vengan abajo afectados por la falta de perspectivas sociales y este amargo panorama. Por ejemplo, Mohamemed Abu Rish, que había perdido la vista en una de las Marchas del Retorno, de 37 años de edad, se quemó a lo bonzo ante un banco como protesta por un subsidio que no se le daba. Ha habido quien se ha lanzado desde lo alto de un inmueble a la calle, otro se quitó la vida volándose la tapa de los sesos, y así un largo etcétera. Todos empujados por una miseria crónica de la que no pueden escapar.
A pesar de ello, las autoridades de Gaza, encubriendo la verdad, creen que la mayoría de estos casos se dan por cuestiones emocionales. No es así. La ONG Save the Children recogía en un informe, en el pasado junio, una realidad mucho más amarga: cerca de la mitad de los niños de la Franja han valorado suicidarse alguna vez. De hecho, el 60% de los mismos se ha autolesionado en algún momento y entre un 15% y un 30% padece trastornos de estrés postraumático. En el mencionado informe, el 80% de los niños revelaba sentirse triste o deprimido, en suma, son infelices. Por descontando, no hay una atención clínica digna para cubrir tales casos, ni para la prevención ni para el seguimiento; faltan medicamentos y terapeutas, que la mayoría de estos palestinos tampoco se pueden permitir.
Aun así, las mismas autoridades palestinas se empeñan en ocultar la cifra real de fallecidos por esta causa (negando el problema) considerándolos meramente como accidentes, ya que es un delito tanto intentarlo como que alguien te ayude, lo cual implica que hasta los propios familiares pueden ser criminalizados. Si bien, rara vez la policía palestina se mete a investigar a fondo ninguno de estos accidentes. Y en el caso de que se acerque a los hospitales para conocer a aquellos pacientes heridos por motivos sospechosos, los familiares se encargan de mantenerla alejada. Lo cierto es que la mayoría de los suicidios se da en hombres por motivos económicos, pero, por desgracia, también se dan entre mujeres. Es fácil de imaginar su raíz principal, por abusos, violencia doméstica o violaciones. En Europa, se las consideraría víctimas a proteger, mientras que en la Franja si denunciasen sus casos serían denostadas públicamente.
El humanitarismo allí nunca ha sido más necesario.
* Doctor en Historia Contemporánea