ace unos días un amigo de toda la vida me invitó a celebrar su 50 cumpleaños. Fue un encuentro íntimo, un vermú de día hasta lo que durase. Mi pareja me animó a acudir sola, como Elena, no como madre, si eso es posible hacerlo alguna vez. Fui dispuesta a sumergirme en conversaciones adultas exentas de infancia y mi expectativa se cumplió con creces. La fiesta me invitó a compartir un día especial con alguien a quien adoro, a quien no veo todo lo que me gustaría, que tiene una vida diametralmente opuesta a la mía y que, aún así, sigue sintiendo conmigo una conexión de auténticas almas gemelas, la misma que nos une desde hace 22 años. Pero esa fiesta también me invitó a compartir unas horas con un grupo de artistas, intelectuales y personas vinculadas al mundo del cine, que despertaron esa parte que hiberna en mi mente, gracias a los detalles del relato de sus proyectos. El diseño de vestuario de una película mitológica que pasará (seguro) a la historia del cine vasco, el rodaje del documental sobre la heredera involuntaria del legado de un gran escultor, la organización de un festival de series de televisión, la compra de una galería de arte en la parte vieja de la ciudad donde la luz es maravillosa para la creación artística... Escuchando a todas aquellas desconocidas no podía dejar de reflexionar sobre cuánto nos cambia la perspectiva cuando las hijas nacen y se hacen presentes en nuestra vida, cómo se impone la realidad respecto a lo que tú pensabas que iba a ser esa vida tuya. Mi mundo de madre convive inevitablemente con otro inmenso que me espera con los brazos abiertos. A veces se me olvida, a veces siento que todavía no estoy preparada. Y siempre me rondan en la cabeza las mismas preguntas: ¿Es posible combinar esas realidades? ¿Es posible aceptar las renuncias? ¿Es posible que todos mis "yoes" convivan en una sola vida?
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