omo el felipismo del 82 con la OTAN, la izquierda de ahora también dice "de entrada, no", en este caso a la reforma laboral. España acabó entrando en la Seguridad Atlántica de la mano del PSOE. Cuatro décadas después, es muy posible que se asista a un desenlace similar, también a tracas y barrancas. Entonces fue mediante referéndum, ahora arramplando votos sin preguntar de quién son, más de uno, incluso, con la mano en la nariz. Ahora bien, la presumible convalidación del acuerdo alcanzado por los agentes sociales y al que Ciudadanos acudirá de incómodo invitado por su cuenta, lleva inoculado el fundado riesgo de que se rompan algunos platos en la mayoría que encumbró -y va a seguir sosteniendo- a Pedro Sánchez.

Yolanda Díaz acusa desasosiego. Ve sobrevolar la amargura del fracaso que nunca imaginó cuando sentía la fragancia de las encuestas y las estrambóticas predicciones del oráculo escrito de Iván Redondo. Quizá acarició demasiado pronto la gloria sin haberse asegurado el éxito. Le ha podido el exceso de confianza, que muchos identifican con un protagonismo desbordante. Tiene muchas papeletas para resbalarse, aunque sin caer al suelo. Como si nadie le hubiera advertido del riesgo que supone para un gobierno en minoría excluir a los socios salvavidas del protagonismo que encarna una reforma laboral. O, simplemente, en un ataque de suficiencia vanidosa y oropel se sintió henchida de convicción, arropada por los dos sindicatos mayoritarios y el guiño comedido de la patronal. Bajo semejante embriaguez de dominación, jamás imaginó tamaña bofetada de sus compañeros de sangre de la izquierda más izquierda. Pues ahí lo tiene a modo de dardo envenenado que le deshila las primeras costuras de su proyecto unipersonal.

Tampoco llora Sánchez por el estruendoso pie en pared de los rebeldes y la congoja de su vicepresidenta segunda. Es verdad que hubiera preferido un camino de rosas para dar la puntilla a la reforma de la precariedad que cinceló Rajoy. A los ojos de la sensatez, se trataba de un desiderátum. En el fondo, siguiendo la máxima clementista en un pragmático como él, solo cuenta el resultado, no quién tiene más tiempo el balón. Por eso, sin mirar de momento que ocurrirá al día siguiente, el presidente se propone sortear el próximo jueves tan difícil escollo. Cumplido el objetivo, ya tendrá tiempo para presentarse ante la UE como fiel cumplidor de sus exigencias, apuntalar la conexión con los agentes sociales y regodearse en silencio por el estrepitoso fracaso que supondría para Yolanda Díaz ver cómo Ciudadanos ocupa el puesto de la izquierda para aprobar su ley estrella. Sánchez está bendecido. Eso sí, quedará herida la mayoría de progreso, pero tampoco llegará la sangre al río. Nadie se imagina a la izquierda soltando una y otra vez las pinzas a Sánchez para que quede al pie de los leones de la (ultra) derecha durante año y medio.

Febrero, en puridad, arranca con emociones. La votación de la reforma laboral contiene el aliento a ambos lados. Las elecciones en Castilla y León, otro tanto. Y de fondo, la matraca de los fondos europeos que empieza a calar como una fake trumpista. Demasiado ruido para que se hagan oír como se merecen las excelentes cifras del paro creciente y el desempleo menguante, sobre todo cuando las tasas de contagio desinflan el ánimo ciudadano. Una mejora de las expectativas laborales que acallan por la vía de los datos objetivos aquellas voces catastrofistas que acercaban la llegada del apocalipsis que preconizaban algunos curtidos economistas al servicio pesebrero de la causa del PP.

La votación de la reforma laboral dejará secuelas, por supuesto, durante un tiempo. El enfado de ERC se ramificará por otras terminales como la mesa de diálogo o el revival de la rebeldía independentista, aunque bien saben los republicanos catalanes que nunca van a estar mejor que ahora por muy desengañados que se sientan. Los truenos auténticos llegarán con las urnas de CyL. Después de haberse inventando una justificación para adelantar estas autonómicas, al PP solo le vale seguir en el poder con una victoria contundente.

Todo lo demás desinflaría las expectativas de la llegada de un nuevo ciclo que empiezan a alimentarse entre desayunos y tertulias en la Corte. Un gobierno de Mañueco dependiente de un Vox al alza sería un mal menor de pesada digestión para la dirección de Génova, que se toma a risa contagiosa la predicción del CIS de Tezanos de un triunfo del PSOE. De entrada, no parece que ocurra.