Acomienzos del pasado diciembre conocíamos una alianza cuando menos singular. La Casa del Libro, la cadena de librerías que opera en España, se aliaba con Glovo, una de las empresas de distribución que más ha crecido en los últimos meses. Esta compañía, amparada en su núcleo tecnológico y su flexibilidad, es capaz de distribuir en treinta minutos. Esta cantidad de minutos es muy importante cuando estamos hablando de comida (que es por lo que se hicieron conocidos): al fin y a la postre a los humanos nos gusta comer caliente. Sin embargo, ¿también nos gusta leer rápido o tener el libro en ese espacio de tiempo para saciar nuestras ansias lectoras?
Algunos, algunas, dirán que eso da igual. Que lo importante es que sea el usuario el que lo pueda elegir. De hecho, la fuerte polémica que esta alianza despertó en redes sociales, confrontó a los dos bloques que la tecnología siempre segrega: una izquierda tecnológica que defiende los derechos de los y las trabajadoras. Y una derecha tecnológica que defiende que al menos generan oportunidades laborales y que el futuro pasa por la flexibilidad del trabajo. Ah, y que el mercado lo equilibrará todo. Sin embargo, para variar, la discusión acabó en otro ámbito. Y es que el modelo de crecimiento basado en falsos autónomos de Glovo ha tenido enfrente distintas sentencias de Audiencias y del Tribunal Supremo. El Gobierno está negociando una ley de riders con los agentes sociales. Mientras tanto, el mundo sigue. Consumimos y compramos por Internet, y pese a los llamamientos a boicots contra La Casa del Libro, Glovo y sus empresas afines siguen a tope.
Sin embargo, querría llevar la conversación a otro plano: ¿somos conscientes de lo que implica la aceleración de la distribución? Un estudio de la Universidad de New York, explicó el año pasado las diferentes regulaciones que se estaban empezando a producir a nivel municipal contra este tipo de compañías. Y es que además de la protección laboral (que queda fuera de toda duda, deberá llegar a un equilibrio, sin irse a extremos), está el componente medioambiental. Las medidas que se empiezan a tomar son múltiples. Por ejemplo, la municipalidad de New York está discutiendo imponer una tasa de tres dólares por cada paquete recibido (una manera de concentrar los pedidos en tiendas on line). Otros municipios lo atacan por la vía del incentivo y estímulo fiscal: los vehículos con huella de carbono cero tendrán beneficios.
Lo que parece claro es que este modelo de reparto es más pernicioso para el planeta que otras modalidades de transporte. Al ser un desplazamiento individual la gran mayoría del tiempo, el impacto ambiental por persona es lógicamente mayor en este tipo de modelos. Priorizar la velocidad de entrega, hace que la eficiencia energética no esté entre los principales elementos de control. Si seguimos, encima, sumando elementos de entrega, evidentemente en las ciudades habrá una mayor concentración de desplazamientos, causando más densidad de tránsito y mayores retenciones, lo que no parece ayudar a reducir el impacto de nuestras ciudades. En un estudio publicado en 2019 por los investigadores Lear y Xing, encontraron cómo las millas recorridas por vehículos y las emisiones de CO2 han aumentado entre un 0,08 y un 0,14% respectivamente.
Mientras sigamos con un arquetipo en el que el cliente no paga el impacto ambiental, este tipo de modelos pueden llegar a cualquier sector. Puedo escribir aquí un texto reclamando que vayamos hacia un modelo de slow delivery (distribución lenta) y poco más. Porque el consumo en una dirección u otra se debe estimular e incentivar. Escribir un texto puede quedar bien, pero tiene un efecto limitado. Quizás por eso la imposición de tasas y los estímulos fiscales sean instrumentos tan empleados últimamente por los legisladores locales. El medio ambiente es un asunto de todos y de nadie, mientras la economía no lo refleje. Reflexionemos.