Alejados de esa especie de filantropía ostentosa que tantas veces apreciamos en gestos de caridad por parte de casi-mecenas altruistas que, en realidad, y de forma obscena, muestran y exponen públicamente sus gratuitas donaciones a la sociedad para así calmar sus conciencias (cuando en realidad su objetivo final es obtener prestigio reputacional), hay otros tipos de personas, existen otros colectivos, emergen otras asociaciones de las que hablamos poco y que se caracterizan por trabajar de forma callada y responsable por un futuro mejor, más solidario, más abierto a la convivencia, más respetuoso con la diversidad, más empático ante el sufrimiento del otro (que nunca les es ajeno).
Entre ellos merece la pena citar a Zaporeak, un grupo de buenas personas, el mejor ejemplo de humildad no impostada, de dedicación absoluta y desinteresada en favor de quienes sufren como refugiados el estigma del que huye de su tierra por temor a su integridad física. Los voluntarios de Zaporeak realizan su labor solidaria de manera discreta, constante, natural, sin esperar nada a cambio, perseverando frente al cinismo y a la hipocresía de estados y gobiernos cuyos mandatarios no quieren observadores del abandono en que se encuentran personas abandonadas a su suerte en campos de refugiados como el de Lesbos.
Otro gran ejemplo viene dado por la labor de rescate del Aita Mari, cuya tripulación se suma a este capítulo de comportamientos excelsos, estos que de verdad te hacen recuperar la confianza en las personas.
Frente a ejemplos tan edificantes, nuestra gregaria y complaciente visión de la vida en sociedad por buena parte de nosotros nos puede conducir al pesimismo: una gran mayoría de la ciudadanía vivimos instalados en la cultura de la queja, del egoísmo, del hedonismo consumista, solo parecen existir nuestros derechos, mientras que las obligaciones siempre recaen en otros. Y así nos va. Coexistimos, sí, pero realmente no convivimos, no actuamos como parte de una comunidad. Incapaces de alcanzar verdaderos consensos transformadores, vivimos como sociedad exaltando el paradigma del individualismo, tal y como hace ya años subrayó de forma tan atinada como brillante Gilles Lipovetsky en lo que calificó como “la era del vacío”.
Parece como si solo fueran capaces de generar entusiasmo público, de despertar fervor popular y adhesiones entusiastas espectáculos como el de la semana pasada con el Tour de Francia y su paso por tierras vascas. Y frente a una cierta (y exacerbada) promoción de lo superfluo y de lo frívolo, frente al también hipertrofiado culto al desarrollo personal, al bienestar y al hedonismo, experimentamos un cierto desarraigo en todas las grandes estructuras colectivas.
Hasta la política vive presa de esta tendencia y se ha transformado en espectáculo gracias al universo mediático, de forma que la lógica del mercado lleva a reemplazar la reflexión en beneficio de la emoción. Y así nos va.
Encerramos el tiempo en una lógica de cronocompetencia, de exacerbada urgencia: todo ha de llegar pronto, rápido, deprisa, la panacea de la “demora cero”. Y así despertamos la pereza del pensamiento, así llegan los populismos, así se instalan y triunfan los discursos que “suenen” bien, con independencia de su coherencia y de su lógica.
Debemos frenar, debemos intentar frenar esa especie de sobreexcitación de las lógicas del tiempo breve, debemos intentar parar esta civilización de lo efímero, de la aceleración generalizada y comenzar a reflexionar con calma sobre el camino que llevamos como sociedad. Grandes ejemplos como los citados al inicio de esta reflexión nos deben hacer pensar sobre lo que realmente merece la pena en esta vida.