Hace ya tiempo que el Sahel es uno de los puntos calientes del tablero de ajedrez en el que Estados Unidos y la UE, por un lado; y China y Rusia, por otro; libran la batalla por el liderazgo mundial, y tras Burkina Faso y Malí ahora ha caído un nuevo peón, Níger, singularmente estratégico porque produce el 7% del uranio de todo el planeta y es el principal proveedor del país nuclear por excelencia, Francia. A nadie se le escapa que aquí la democracia y los derechos humanos a los que apela nuestra comunidad internacional para condenar el golpe de estado de la semana pasada no son más que mera cosmética, habida cuenta de que en Palestina o el mismo Sahara se machaca a la población civil desde hace décadas ante la pasividad de los ahora inquietos dirigentes occidentales. En el Sahel se libra una silenciada y cruenta guerra proxy en la que islamistas, mercenarios autóctonos e importados y fuerzas especiales de uno y otro bando pegan los tiros que reciben, a modo de daño colateral, los legítimos propietarios de las riquezas naturales en juego. En el caso de Níger, los 27 millones de personas que sobreviven de mala manera dispersas sobre una inmensa y reseca superficie, gracias al único de sus recursos del que pueden beneficiarse, el río que da nombre a su país.
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