Sobre las nueve de la mañana de ayer, y ante las informaciones de que un juez de Madrid había aceptado investigar una denuncia contra su mujer del pseudosindicato ultra Manos Limpias, Pedro Sánchez aseguraba que, a pesar de los pesares, seguía creyendo en la Justicia.

Todo hacía indicar que el presidente español, que tiene una larga experiencia cabalgando tigres y escapando de laberintos imposibles, se tomaba el asunto como otra de tantas vicisitudes a las que le ha tocado hacer frente desde que tuvo relevancia pública.

Por lo demás, el pálpito general era que nos encontrábamos ante la enésima maquinación basurera de un grupúsculo infame dedicado al acoso y derribo pero que prácticamente nunca ha conseguido que le den la razón en los tribunales. Su único objetivo es embarrar o, mejor dicho, enmerdar el patio.

Con esos precedentes, lo último que esperábamos era que, poco después de las siete de la tarde, Sánchez anunciara que se va a dar un tiempo para pensar si merece la pena seguir en Moncloa y que el lunes comunicará su decisión.

Inexplicable

No hay precedentes de semejante proceder. De entrada, y por mucho que estemos en el milenio de las redes sociales, no es de recibo que una comunicación de tal enjundia se haga a través del antiguo Twitter.

Y por más empatía que podamos sentir hacia una persona dolida por el asedio político-judicial a su familia, tampoco podemos dar por bueno que se nos tenga en vilo hasta el lunes. Si ya ha tomado la decisión, convoca a los medios en tres cuartos de hora y la anuncia. Lo del “me lo estoy pensando” tiene aroma a victimismo entreverado de debilidad y cierta confesión de parte, que, sinceramente, creo que es lo peor.

Acabamos de ver en Portugal cómo se montó una (exitosa) operación vomitiva para sacar del Gobierno al socialista Antònio Costa. Me resulta inverosímil que el trapicheo, en una versión más cutre, además, vuelva a funcionar en el otro trozo de península ibérica.

Pero, con su larguísima carta de ayer, llena de excusas no pedidas, se diría que Sánchez ha quemado sus naves y les ha hecho un gran regalo a Feijóo y a Abascal. Y si no se va, la duda lo perseguirá.