de todos los asientos posibles para el diálogo, Risto Mejide eligió el sofá, el menos adecuado para que hablen dos. Puestos en línea, si quieren mirarse de frente han de girar el cuello u oblicuar el cuerpo. Es tan incómodo que los interlocutores se muestran de perfil y retorcidos. Es la tara de Viajando con Chester, ya en su décima edición y con buenos registros de audiencia. Risto despliega aquí su pasión de entrevistador, que ejerce con solvencia, muy por encima de juez sombrío en Got Talent y de presentador del soporífero Todo es mentira. Risto no es periodista, es personaje y necesita vida paralela que le convierta en pasto de polémica con sus cuitas y parejas. Como escritor ha transitado de articulista, ensayista y disperso aforista a penoso narrador, con una reciente novela de más de 500 páginas, Dieciséis notas, sobre J. S. Bach, en quien se inspira como el genio que se casó con una mujer mucho menor que él, para relativizar (¿por qué?) su propia boda con una chica a la que doblaba en edad. Los ultrajes que infringe al músico de Leipzig y otros artistas clásicos, amparado en la ficción, dan para una condena en el tribunal de la decencia. En sus ojos y tono verbal se percibe un estado de aflicción, con lo que sus invitados son terapia para su amargura. De Marina Castaño, en el papel de viuda oscura, le interesaba la diferencia de edad con Camilo José Cela. Del ampuloso Ken Follet, su ardua inspiración. Del narcisista Revilla, su lento olvido. De Bigote Arrocet, su desigual amor con Teresa Campos. Y así con todos, a fuego lento. Hay gente interesante a la que podríamos escuchar, pero desconfían del lado fatal de Risto. Gonzo, en La Sexta, es más sugestivo, porque Salvados prefiere contar historias reales a sentar –malamente– a marchitos famosos.
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