Venían entre cocidos y recocidos, por el calor y el alcohol, en el tren de la vida. Ese que al fin y al cabo tiene una sola parada y por eso hay que disfrutar del viaje con frenesí verdadero. Como este mocerío mayormente gasteiztarra que regresaba de los Sanfermines en compañía de algún extraño de paisano con horas de sueño suficientes. Los vagones atestados de entusiasmo juvenil resultaban toda una alegoría de la alegría estival. Con sus fiestas mayores y menores, sus grandes placeres y minúsculos deleites.

Dicha veraniega a la que muchos de ustedes ya se han encomendado con fruición aun sin ir –todavía– a ninguna parte. Porque con empezar a olvidarnos algo del reloj y un mucho del teléfono móvil ya es bastante para empezar.

Pues se trata antes que nada de ralentizar nuestra existencia, de paladear sin prisa actividades cotidianas como la compra o el cocinado a fuego lento. Y de recuperar gozos de antaño como la siesta a pierna suelta y, de echarla en pareja, si hay premio antes –o después– ya el remate.

Qué delicia la holganza en horizontal y más sobre hamaca. Estupendo en la piscina, a tiro de agua para acortar distancias aunque sin exagerar por ahorrarnos el griterío, pero ya de lujo en la playa, junto a la orilla para dejarse mecer por la brisa y embriagar por los olores marítimos.

Naturalmente, a vista próxima de chiringuito. Ese templo de la gastronomía planetaria, con sus frituras y brebajes, donde todo sabe a gloria y los buenos humores y los amores mejores se intensifican por igual. Cueste lo que cueste –literal– la ronda.    

Bien entendido que el regocijo colectivo puntúa doble y más en verano al multiplicar los efectos sanadores de los óptimos momentos. Porque en el grupo de confianza nos reconocemos mejor en tanto que somos lo que fuimos y de ello son testigas las amistades dignas de tal nombre.

En cuyas conversaciones aflora nuestro yo intrínseco, sin trampas ni cartonajes, y de paso los recuerdos que nos han forjado y la memoria compartida de las personas que nos hicieron como somos y que ya no están entre nosotros aunque aniden en nuestros adentros.

Todo eso se aviva en una buena mesa y mejor aún en una barra surtida de lúpulos, licores y destilados. De ahí que no haya que perder la oportunidad de echarnos a las calles soleadas con sus terrazas donde socializar y su extensión a los interiores en los que suene música al gusto para incrementar la sensación de bienestar. Nada como las canciones del verano –incluso las de Georgie Dann– para, con sus primeros acordes, liberar a chorro opioides naturales, las endorfinas.    

Si se trata de aprovechar las vacaciones, no todo debería ser alborozo. También cabe un espacio de introspección, para que el verano nos salve en cierto sentido de nosotros mismos mediante una purga interior consciente que aflore nuestra mejor y más auténtica versión.

Las vacaciones se antojan en consecuencia tiempo de preguntas valientes y de alguna respuesta incómoda porque exija reacción. Busquemos rincones exquisitos desde donde ahondar con calma en nuestras emociones y a ver qué sale. Suerte.