Cuando, hace ya unos años, supimos de la existencia de una enorme isla de plásticos en medio del océano Pacífico entendimos que teníamos ante nosotros un problema enorme..., pero distante. Hoy la contaminación por plástico de los ecosistemas marinos se nos presenta en forma de partículas minúsculas, a menudo indetectables a simple vista, pero que ya no solo están en algún remoto lugar de los mares. Ahora está muy cerca, peligrosamente cerca: en el pescado que comemos, en la sal con la que lo condimentamos, en la inocente arena con la que jugamos en la playa, en nuestro propio cuerpo...

“Hace unas semanas empezamos el proceso para elegir las doce candidatas a palabra del año 2018 y nos encontramos con que, sin pretenderlo, la mayoría de los términos que nos parecían más adecuados para definir de algún modo el año que acaba eran del ámbito social (mena, los nadie, micromachismo) o del medioambiental (microplástico, descarbonizar, hibridar)”, explicó el director general de la Fundéu BBVA, Joaquín Muller.

Tras elegir escrache en 2013, selfi en 2014, refugiado en 2015, populismo en 2016 y aporofobia en 2017, el equipo de la fundación ha optado en esta ocasión por microplástico, un término que pone el acento en la toma de conciencia en torno a uno de los grandes problemas medioambientales.

Numerosos estudios demuestran que los trozos más pequeños en los que se descomponen nuestras basuras plásticas son ingeridos por los peces y, en el caso de las de menor tamaño, hasta por el plancton que forma la base de la cadena alimentaria marina. De ahí a nuestra mesa solo hay un paso. Bethany Jorgensen, investigadora de la Universidad de Cornell, en Nueva York, lo explicaba con toda claridad a Efe hace unas semanas: “¿Comemos plástico? Sí, y lo bebemos también; está en los peces, en los mejillones, en otros moluscos, en el marisco, pero también encontramos microplásticos y microfibras en los sistemas de distribución de agua”. Casi al mismo tiempo, se confirmaba al hallar por primera vez muestras de microplásticos en heces humanas.

Aunque los efectos de esas partículas sobre nuestra salud son aún desconocidos, las noticias son muy preocupantes, sobre todo si se tiene en cuenta que, aunque dejáramos de producir plásticos mañana mismo (cosa que evidentemente no va a suceder), la enorme cantidad acumulada en nuestros océanos nos obligaría a lidiar con ese problema durante siglos.

Si buscamos a los culpables de este enorme desaguisado, seguramente no tengamos que ir muy lejos. Porque somos todos nosotros los que armamos cada día a ese enemigo minúsculo y enorme a la vez con nuestras peores rutinas consumistas: compramos productos empaquetados individualmente con plástico, reunidos en otro envase mayor, y los llevamos a nuestra casa en bolsas. De plástico son el vaso en el que bebemos el café, el palito que usamos para removerlo, las pajitas con las que bebemos los refrescos, los bastoncitos para los oídos... Objetos que usamos una sola vez, solo durante unos segundos, y que son perfectamente sustituibles.

De momento, las alarmas ya han saltado y muchas instituciones han empezado a tomar medidas. Pero más allá de las leyes, parece obvio que, del mismo modo que la suma de millones de actitudes individuales ha creado un gran problema, será también la suma de millones de gestos de cada uno de nosotros la que contribuya a solucionarlo. Porque, en este caso, las soluciones, como el problema y como las palabras que empleamos para nombrarlos, son de todos.