Antes de que llegara la ola siberiana que nos ha invadido de golpe, por sorpresa y con crueldad extrema (como invaden los vikingos prestos al saqueo despiadado de prósperas y fértiles tierras, o como invaden con igual saña los mimos callejeros a los inocentes ciudadanos que celebran su semana de fiestas en la villa), ya me había encontrado con personajes curiosos en el autobús que me han sorprendido con sus vestimentas rigurosas en jornadas más bien templadas, carentes del recio frío norteño. El pasado fin de semana, sin ir mucho más lejos, cuando la temperatura al mediodía era bastante moderada aunque escandalosa para las fechas en las que nos encontramos, subió a mi autobús de la línea Periférica un hombre estrafalario cargado con bártulos imposibles. Portaba un caballete difícilmente manejable, una caja de témperas a medio usar, estuches con acuarelas y óleos en revuelta confusión, una bolsa con carboncillo y tentetieso, y una especie de tarro repleto de pinceles de muy diversas formas y tamaños. Se sentó en un hueco reservado a personas con movilidad reducida, por lo que le advertí por si subía alguien que precisara ocupar esas plazas.
-Casi se me puede considerar a mí una persona necesitada -refunfuñó al escucharme el aviso-. No sabe usted lo mal que lo paso. Los artistas somos personas en seria minusvalía -continuó-. No sacamos dinero suficiente ni para llegar a fin de mes con nuestros cuadros. Además yo, particularmente, sufro unos sofocos espantosos que me traen por el camino de la amargura. ¿No puede usted poner el aire acondicionado un ratito? -Me sugirió al fin-.
-No, hombre -le respondí un tanto perplejo-. Hace buena temperatura en la calle, pero no como para conectar el climatizador. Estamos a unos estupendos veinticuatro grados para ser invierno. Y aunque el sol a través de los cristales caliente bastante, lo que ocurre -continué- es que usted va muy abrigado.
-No me queda otra -replicó-. Sepa que para evitar quedarme congelado, incluso en los meses más calurosos del año, he de embutirme en unos calzoncillos largos de felpa, pantalones térmicos, sudadera nórdica, chaleco ignífugo, chamarra de pelo y mantita de cuadros en plan toquilla por si acaso.
-¿Por si acaso? ¿Por si acaso qué? Me sorprende que vaya usted con tanta ropa. Le va a dar un soponcio de un momento a otro. ¿De verdad considera necesaria tanta cautela ante el frío?
-Sin duda -afirmó el maestro del lienzo-. Y precisamente si voy con este atuendo es por culpa del dichoso arte.
-No entiendo que tiene que ver su trabajo en todo esto?
-Está claro; como es bien sabido por todos: “el arte, es morirte de frío”.