Hay días en los que las cosas comienzan mal desde primera hora. La semana pasada tuve uno de ellos. Al intentar arrancar mi autobús, éste se negó a funcionar. Hizo un breve amago de ponerse en marcha y a continuación se quedó inerte. El mecánico me dijo que se le había averiado una troca de la hendidura del émbolo o algo así que no entendí demasiado bien. De hecho a esas horas intempestivas me pareció que el mecánico había adquirido un don extraordinario que le permitía hablar antiguas lenguas vernáculas.

Cogí otro autobús y al salir de cocheras la suspensión se cayó como la tensión arterial a un hipotenso de vacaciones en la playa.

Nuevo autobús. Ya parecía que todo iba más o menos bien. Salí justo a tiempo de mi parada inicial en Lakua. Una monja con la toca en ristre subió junto a otros pasajeros. Me saludó muy amable con una amplia sonrisa en la cara. Cuando llevábamos cinco minutos de recorrido un conductor, que iba mirando el móvil, se saltó un ceda el paso y me obligó a pegar un frenazo intenso que motivó el enfado del pasaje (menos de la religiosa, que seguía feliz y contenta). Un poco más adelante, junto a otra parada, un peatón se tropezó con una tapa de alcantarilla y se dio un morrazo tremebundo. Bajé a auxiliarle. La monja, siempre sonriente, descendió conmigo ya que había sido enfermera en el hospital. Atendió a la perfección al accidentado. Lo dejamos sentado en un banco a la espera de la ambulancia junto a otros transeúntes que se quedaron con él. Nosotros continuamos viaje. En una curva que tomé un poco cerrada para esquivar a un ciclista que se me echó encima, un niño que viajaba con su madre vomitó de manera estrambótica el contenido de su estómago sobre la chica que iba sentada delante de ellos. La joven comenzó a despotricar más por el contenido que por el continente, viendo difícil la incorporación a su trabajo en El Corte Inglés con semejante facha. La monja se reía y apaciguaba ánimos como buena samaritana. Finalmente llegando a la plaza de Lovaina, justos de hora debido a tantos contratiempos, el semáforo decidió dar prioridad al tranvía, a los otros carriles y hasta a los caracoles del parque reteniéndonos allí por espacio de 8 minutos.

Viendo a la monja que me sonreía alegremente a través del retrovisor interior del bus, no pude más y me giré en el asiento dirigiéndome a ella:

-No es posible que yendo conmigo desde el principio del trayecto y viendo todo lo que nos hemos encontrado, usted siga alegre y dicharachera ajena a todo lo sucedido -le dije finalmente-. Acláremelo, ¿cómo puede tener aún ganas de reírse?

-Está claro -me contestó ella-, es por la gracia de Dios?