Cuando Lucía Sáenz Rámira conoció a su marido, en Pipaón no había televisión, ni nevera, ni muchas otras cosas. Eran otros tiempos, años de fotos en color sepia y refajos hasta en verano. De lutos casi eternos y de mucha imaginación ante la falta de recursos.

Entonces el señor Atxa madrugaba mucho para ir a montar la carbonera. Y la semana que había que cocerla, Lucía le veía menos porque tenía que ir cada tres o cuatro horas para comprobar las necesidades según el viento. "Primero se hace el hueco, si es posible siempre el mismo porque así se hace mejor. Se colocan las ramitas para la quema, luego la palanca y los pliegues de madera y, por último el ripeo de ramitas para rellenar los huecos. Luego se cubre de tierra y con una escalera de madera al lado, subes para tirar de la palanca e ir rellenando. Así, a la semana salían como 250 kilos de carbón", comentaba ayer su hijo Antonio en la XV jornada de etnografía viva de Pipaón en la que se recrea cómo se vivía hace décadas en la pequeña localidad alavesa.

Y como eran casi ilegales porque con la permitida no llegaba para atajar el frío del invierno, los hombres las hacían apartadas del pueblo para ocultarlas a la autoridad. Mientras se cuidaban de que el carbón seguía su curso, otros como Genaro Uzkiano se partían el lomo en las piezas hoz y guadaña en mano. "Con el atadero se acarreaban gavillas y depende de cómo iba cargado el carro, si se despanzaba o desculaba, ya sabías de quién era. Que los jóvenes no nos tengan compasión a los mayores porque disfrutábamos sudando y cantando", rememoraba.

recoger un agosto Y es que el gimnasio estaba asegurado y, además, con solarium incluido. Porque recoger un agosto requería mucho ánimo y cánticos que lo hicieran más leve. Mientras, las mujeres y los niños preparaban la era donde se trillaba con un poco de agua. Y una vez que llegaban los carros, era tiempo para iniciar el proceso de recogida del grano. "Se hacía la trilla con los animales y un trillo y luego se aventaba para separar el grano de la paja. Se pasaba por la aventadora y se recogía el trigo en la media fanega", explicaba. "Eso cuando no estaba ocupada por el bebé, que también se usaba para eso", sonreía Isabel.

Y es que, en aquella época, cada instrumento podía tener más de una aplicación. Y si no que se lo dijeran a las mujeres que iban guardando pacientemente los desperdicios de la matanza del cerdo para elaborar posteriormente el jabón, mezclándolos con sosa y resina. Un producto artesano que supera cualquier comparación con los revolucionarios detergentes actuales. Y eso que se utilizaba sólo una vez al mes cuando, más o menos, tocaba lavar la ropa. Entonces era el señor Atxa el que no le veía el pelo a Lucía. Porque la jornada de colada implicaba un día entero en el lavadero. "Se tenía la ropa a mojo toda la noche. Al día siguiente se lavaba y se metía a un cuenco de barro con varas de sarmiento. Encima de toda la ropa se ponía un trapo gordo y luego se echaba ceniza. Después, encima se vertía lentamente agua hirviendo para lograr el efecto lejía hasta que caía por un agujero que había en la tinaja. Se aclaraba de nuevo y se echaba añil o azulete", apuntaba Isabel Martínez de Guereñu a la que su suegra enseñó bien la técnica que empleó hasta que falleció a los 80 años. "A veces el agua estaba tan fría que les salían sabañones", lamentaba.

pan con queso Y claro, después de tantos esfuerzos elaborando el carbón, recogiendo el trigo, trillándolo y aventándolo y haciendo la colada había que reponer fuerzas. Y en casa de Lucía nunca faltaba una generosa rebanada de pan con un buen trozo de queso. La hija del alpargatero aprendió de su madre y a la vez enseñó a sus hijos y lo intenta ahora con sus nietas. "Había aquí cabras y con la leche que no bebían los mayores y los niños lo elaborábamos. Se fabricaba en moldes hechos con mimbres y para el cuajo se usaba el estómago de un cabrito que sólo había mamado. Se pasaba la leche a temperatura de ordeño y con el cuajo se dejaba reposar", mostraba Lucía queso en mano. Entonces se llevaban los quesos hasta la Rioja para venderlo y, de camino, paraban en Laguardia para cambiar el carbón por aceite. El pan también se amasaba en casa. Se llevaba el trigo y se traía harina. "Amasábamos unos cuantos cada vez. En ocasiones hacía hasta tres hornadas al día de más de veinte panes. Luego pedíamos pan entre vecinos para no comerlo tan seco", recuerda.

Y después de tanta actividad, un poco de descanso bien merecido. Al caer la noche, todos soñaban ya con caer en los mullidos y calientes colchones de lana de oveja. "Se preparaban todos los agostos. Se lavaba la lana, se vareaba para ahuecarla y que no se apelmazara y se metía en los colchones que luego se cosían", explica Karmele Villarán mientras se afana en finalizar un nuevo colchón.

Y es que en 50 años "todo ha cambiado mucho". Tanto que los escasos jóvenes que ahora viven en Pipaón conocen cómo vivieron sus abuelos, si acaso, por Internet. Lucía y Genaro ni siquiera saben qué es la Red. Ya no se ven tan lozanos como antes pero conservan la frescura de aquellos que han conocido tiempos no peores pero sí más incómodos, y disfrutan ahora de las ventajas de la modernidad de esa forma en la que únicamente la gente de otra época que sabe lo que significó vivir sin esas facilidades puede disfrutar.