Tan solo dos horas y cuarenta minutos separan en avión las ciudades de Madrid y Ponta Delgada, capital de la isla que ellos llaman Sao Miguel. Cuando uno sube en Barajas hacia el pequeño pero perfecto aeropuerto Juan Pablo II lo hace sin saber muy bien cómo será ese archipiélago, y una vez allí descubre que aún hay un lugar en la vieja Europa donde el tiempo corre despacio, donde los autobuses dejan de funcionar a las seis de la tarde, donde los turistas que en pequeño goteo llegan a Ponta Delgada son de libro y marquesina, cuando a escasos kilómetros hay un lago como es el insuperable Lago do Fogo, que en pleno domingo solo lo visitan algunos portugueses llegados del continente, algunos ciudadanos del Estado español y poco más. Los escandinavos, angloparlantes y alemanes, que son la mayoría, prefieren quedarse en su hotel.
Es entonces cuando el viajero que busca más, sin necesidad de ser un gran aventurero, pone pies en polvorosa y saca partido al que se puede denominar último paraíso sin masificar de Europa. Es cuando, sin necesidad de apuntarse a ningún tipo de circuitos de intereses económicos que poco a poco comienzan a ser una realidad, comienzas a conocer una isla que se puede visitar en cuatro horas de carretera, lo que tampoco la hace tan pequeña: son 747 kilómetros cuadrados. Es perfecta para diez días en ella. O incluso dos semanas.
Las agencias ofertan -en su afán creciente por convertirla en una segunda Madeira, aunque para algunos Azores le supera, sin duda-, y por precios nada desorbitados, los mejores hoteles de Ponta Delgada, donde te puedes encontrar con el vicepresidente de Portugal o la selección nacional de fútbol, por poner algún ejemplo. El hotel más antiguo, pionero en buscar el turismo internacional, fue el Bahía Palace de Vilafranca do Campo, y justo sobrepasa los veinte años de su inauguración.
Esa es una de las razones que lleva a pensar que las cosas en materia de Turismo van lentas en esta comunidad autónoma lusa, que lo es desde 1976. Por ello mismo, Azores se muestran como islas apetecibles para descubrir, con unas fortalezas naturales que sorprenden y con un clima que en verano siempre ronda los inmejorables 24 grados. Sus lagos o lagunas como las de Sete Cidades, Do Furnas o el citado Do Fogo, sus acantilados volcánicos, sus imprevisibles zonas amazónicas donde el viajero puede bañarse en agua mineromedicinal con dos cascadas, una caliente y otra fría, de forma gratuita y sin por ahora masificaciones, aunque la masa parezca previsible para el futuro, son grandes atractivos.
Aquellos que busquen playas no van a encontrar las mejores de Europa, pero hallarán tranquilidad y un agua no tan frío como cabría suponer. Hay que recordar que a diferencia de Madeira, Azores sí tienen arenales. Siguiendo con el agua, el mar en este punto es otro paraíso para pescadores y buceadores. Hay quienes viajan exclusivamente para descender a sus profundidades.
También es un buen lugar para hacer snorkel (gafas y tubo), por ejemplo en el cráter de un antiguo volcán, un parque natural muy cuidado y de belleza incomparable. En Vilafranca do Campo -primera capital de la isla- se toma un barquito que lleva y trae por muy poco dinero a este islote con forma de croissant. El camino en bus desde Ponta Delgada es de una hora.
Y como Madeira, Sao Miguel ofrece flores por todos los lados. Es más, las fincas de los agricultores están separadas, en vez de por muros o alambres, por azules hortensias o amarillos gladiolos que dan colorido a paisajes de saturados tonos. Menos alegría refleja la forma de ser de estos portugueses: son más secos, o menos acostumbrados a convivir con turistas, que los siempre amables de la península. No obstante, si cuesta tratar con ellos -incluso en restaurantes-, pronto se mostrarán cercanos. En Sao Miguel viven 130.000 personas.
Ponta Delgada tiene una población de 21.200 habitantes. La capital de las Azores es una hermosa ciudad. La iglesia parroquial tiene un pórtico manuelino, montado pieza por pieza tras haber sido transportado desde el Portugal peninsular. El antiguo convento Santo André alberga un museo de etnografía, pintura y botánica. A la pequeña ciudad -aunque con un centro comercial con las mismas tiendas de marca que casi todas- llegan también numerosos estudiantes internacionales a sus universidades. Los precios son similares a los del País Vasco, o incluso algo más altos.
Todo esto, si además lo aliñamos con un atardecer en la playa de la freguesia -a modo de concejo- de Mosteiros, la visita al Parque de Terra Nostra, en el que se entremezclan las especies exóticas tropicales con las especies de países fríos, una comida en Furnas, donde cocinan gastronomía local en pucheros gracias al calor que emana de géiseres... convierte a Azores en todo un paraíso para quienes aman la Naturaleza con mayúsculas.