onfieso que una de mis debilidades literarias es la novela histórica y a través de ella he podido leer, sobrecogido, episodios estremecedores de grandes pandemias afrontadas por las distintas sociedades con suerte desigual pero siempre trágica. La literatura ha ambientado sus argumentos en distintas épocas y en distintos escenarios, protagonizados por personajes atormentados por epidemias que marcaron etapas imborrables de la historia. Los cronistas que sobrevivieron a aquellas pandemias se limitaron a relatar los hechos, y después poetas y novelistas contribuyeron al recuerdo permanente de aquellas tragedias con más o menos adornos retóricos.
Muy posiblemente los contemporáneos de aquellas pandemias no fueron conscientes de que actuaban como agentes históricos, mientras padecían sus efectos. Quienes apilaban y quemaban cadáveres por las calles de Bizancio durante la denominada Peste de Justiniano entre el año 541 y el 543 no sabían que asistían al hundimiento del Imperio romano de Oriente. Los supervivientes de la peste negra que asoló Europa entre 1346 y 1353 entre el pavor y los excesos religiosos, bastante hicieron con recomponer las estructuras económicas y sociales de una Europa reducida a la mitad de sus habitantes sin tener en cuenta que a partir de entonces iban a cambiar absolutamente los cimientos de la sociedad.
Posteriormente a aquellas míticas pandemias medievales, la humanidad ha pasado por distintos azotes sanitarios que por cercanos y casi contemporáneos han limitado tanto sus efectos como su leyenda. Histórica fue la llamada Gripe Española entre 1914 y 1919, o la Gripe Asiática de 1957, o el propio VIH a partir de 1980. En todos estos casos, como en los anteriores, muy posiblemente quienes lo padecieron no fueron conscientes del carácter trascendental de los hechos que estaban viviendo, o esa consciencia no iba más allá del espacio afectado por sus efectos.
Epidemias y pandemias las ha habido siempre a lo largo de la historia, pero la inmediatez comunicativa y la globalización nos ha hecho conscientes de que estamos siendo protagonistas de un acontecimiento histórico, una circunstancia nefasta que, por desconocida, incontrolada y agresiva, va a producir unos efectos demoledores que pueden acarrear cambios imprevistos en nuestra sociedad occidental. Quizá ahora, cuando hemos comprobado el alcance real de la agresividad del covid-19, tengamos más elementos para comprobar que estamos siendo involuntarios protagonistas de un episodio histórico, que las cuatro generaciones que actualmente convivimos estamos siendo testigos y sufridores de una pandemia referencial en la memoria futura de la humanidad.
Estamos siendo protagonistas, involuntarios, de una plaga cuyas consecuencias aún desconocemos, una catástrofe sanitaria que causa muertos por miles cada día en todo el mundo, una pandemia para la que no estábamos preparados en nuestro primer mundo y cuyos efectos sociales y económicos no podemos todavía evaluar. Nos limitamos a obedecer, resignados, las medidas de confinamiento que se nos han impuesto, sin tener idea de hasta cuándo van a prolongarse. Pendientes del exasperante conteo de víctimas y de infectados, pendientes también del inquietante futuro económico y laboral resultante, acatamos las decisiones confusas y difusas de los gobernantes que tampoco estaban prevenidos del alcance de la pandemia.
Y así, dando tumbos los gobernantes, perplejos y resignados los gobernados, entre el pánico y la épica, la ciudadanía de a pie vamos haciendo historia, mientras políticos de la oposición aprovechan la fatalidad para desgastar al que gobierna, poderosos insaciables pretenden sacar tajada y populistas fanáticos se empeñan en el ensueño de la tierra quemada. Todos ellos, afortunadamente, no pasarán a la historia. O si pasan, lo harán como todos aquellos comparsas de las pandemias históricas, como cofrades del apocalipsis, milagreros, nigromantes y agentes de la Inquisición.