Las picardías tienen un sitio asegurado en este gobierno de progreso. La honda desconfianza entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias garantiza frecuentes golpes mutuos de astucia. Incluso de malicia. Desde luego, no ha habido que esperar mucho tiempo para destapar el tarro de las pillerías. Uno y otro van a mirarse de reojo asistido de una instruida infantería mediática, que jugará un papel determinante en la suerte de esta pelea solapada. Ambos disimulan su desafecto, conscientes de que solo les une la necesidad, no el convencimiento. La infantil chiquillada que supone equivocarse a sabiendas en el anuncio anticipado de ministros solo representa el primer botón de muestra de unos celos más controlados y, de paso, la pueril justificación de un presidente para retrasar una toma de posesión después de haber clamado hasta la desesperación por la urgencia de una investidura. Mientras, el Tribunal Supremo galopa en solitario para complicar, desde una interminable judicialización, el voluntarista conato de diálogo abierto en torno al conflicto catalán. La estabilidad sigue caminando sobre un terreno absolutamente minado y al que avivan encantados las ondas expansivas de demasiadas voces mediáticas.
En Madrid, capital mundial de la especulación sin límites, solo se cruzan apuestas sobre la caducidad del Gobierno de coalición aún no formado. Solo hay unanimidad en admitir que todo depende de ERC. En el bando más pesimista se sitúan quienes advierten una mandíbula de cristal del PSOE para aguantar las embestidas del soberanismo catalán en medio del clamor patriótico llamando a tocar a rebato. En el débil flanco optimista concurren los filosanchistas. Llámense así a ese grupo hipnotizado por la reconocida estrategia del flotador del actual presidente. Son ellos quienes imaginan la continuidad tormentosa de la mesa bilateral con Catalunya hasta la aprobación expresa de los primeros Presupuestos, y a partir de ahí a convivir con el vaivén de una prórroga al menos y de varios meses más de inestabilidad permanente, hasta la convocatoria de unas elecciones anticipadas, pero siempre al frente del poder.
En ese tránsito de espinas, Sánchez e Iglesias ya se habrán dado varios mordiscos por culpa de su acendrada egolatría. Es imposible contener su irrefrenable protagonismo escénico. Por eso, el documento sobre sus contradicciones es papel mojado, un puro espejismo. A los dos minutos de su firma, convenientemente fotografiada, Unidas Podemos se enteró de la existencia de una cuarta vicepresidencia que aguaba el protagonismo presumido por su líder cuando creía que todo estaba pactado de antemano. Entre pillos no hay reglas, solo anticipación y golpes secos. Aún está por llegar ese día en que el clan de Iglesias clame rabiosamente contra la limitación presupuestaria de sus ministerios que coarta su lógica ilusión de cambiar el mundo desde la llegada al BOE. Supondrá una funesta decepción para sus principios, aunque nada comparables con el riesgo que entrañará asumir por lealtad institucional aquellas decisiones de gobierno que crispen a sus bases cuando la derogación de la reforma laboral se quede corta, la reforma de las pensiones tenga un ritmo mucho más pausado o las presiones limiten la mano dura contra las apuestas.
El partido se seguirá jugando en torno a Catalunya. Allí está la clave de una envolvente que se antoja esquizofrénica al buscar la casilla de salida. Quizá así se antoje más fácil entender desde una comprensible perplejidad cómo Sánchez elige para ministro de Sanidad al filósofo catalán Salvador Illa, hábil negociador desde el bando socialista, eso sí, en el pacto de investidura que no de legislatura con ERC. Toda ayuda será bien recibida en un escenario voluntarista de diálogo incipiente, donde las resoluciones judiciales ya han alterado el orden inicial de los factores. La inflexible posición del Supremo sobre el eurodiputado electo Junqueras, y en menor medida la inhabilitación al rebelde Torra, acogotan la capacidad de maniobra de la acción política. El problema radica en conocer el límite de la paciencia de los republicanos catalanes, permanentemente exigidos por su arriesgada táctica de diálogo, esa misma que les ha permitido desplazar del epicentro de la interlocución efectiva a JxCat. Y aquí sí que no valen pillerías.