La Catalunya independentista recupera el sentido común, que no totalmente el seny perdido. Han bastado dos días, uno en el Congreso y otro en Barcelona, para que ya nada sea igual aunque tampoco nada cambie. No es descartable que pueda ir a peor tras una sentencia ejemplarizante a los líderes del procès, o que la resistencia constitucionalista a la vía de un referéndum sin fecha desborde la paciencia soberanista. Pero el guiño de ERC y PDeCAT en el Congreso a la senda del déficit presupuestario, la invocación admitida para el final de una cuestionada huelga de hambre y la foto del ansiado diálogo entre diferentes siembran, por fin, la semilla de la sensatez. Bien es verdad que lo hacen ocupando la parte más ancha del intrincado camino, dejando una orilla para el radicalismo del pasamontañas y las barricadas y la otra para los negacionistas ultramontanos del 155.

Pedro Sánchez ha vuelto a porfiar en medio de la tormenta. Lo lleva en su manual de estilo político, tan acostumbrado a esas cicatrices que le hacen revivir. El presidente ha desafiado al resto, sobre todo a la mayoría de los suyos. En el PSOE les sobrepasa cada día más el temor a un previsible efecto mimético en mayo de las elecciones andaluzas por culpa del efecto catalán, que no de Vox. Hasta en Unidos Podemos, su socio preferente, toma cuerpo la fundada inquietud de que la apuesta socialista por desenmarañar el conflicto catalán -incluso con la Constitución en la mano- puede comprometer un futuro de mayorías de izquierdas que se creía fraguado a partir de la moción de censura contra Mariano Rajoy.

No es descartable que la necesaria apuesta arriesgada de Sánchez se deshaga en un vaso de agua, pero siempre quedará el poso. Han bastado siquiera unas horas después del puntual deshielo para que Elsa Artadi, una persona mucho más próxima a Carles Puigdemont que Quim Torra, desprecie los gestos inversores y simbólicos del Consejo de Ministros de ayer. Tampoco era de esperar en su habitual verbo displicente hacia España un aplauso para así mantener las apariencias del pulso permanente. Ahora bien, es un hecho objetivo que el Gobierno socialista deja en Catalunya 113 millones para la mejora de sus carreteras, repara la figura de Lluís Companys después de tantas décadas de su condena a muerte y reconoce la apuesta por el entendimiento del insigne Josep Tarradellas. Quizá semejante gesto no sea suficiente para restablecer incluso mínimamente la confianza perdida en un debate de acentuado maximalismo político del todo o la nada. Ahí es donde radica la bomba-trampa para Sánchez y las posibilidades de que estalle siguen fatídicamente latentes. Por eso, conscientes de este riesgo, la nueva derecha y los barones socialistas contienen de momento su indisimulada impaciencia antes de que llegue el fatídico día del portazo catalanista para entonces afear agriamente la estrategia del presidente.

Más allá de los apocalípticos tan interesados, Sánchez sale vivo de su osadía catalana, de su apuesta por la normalidad y el diálogo. Deja la imagen de las barricadas para los insensatos, para los nostálgicos del neumático ardiendo, para quienes reviven dantescas imágenes alentadas durante demasiados años en Euskadi por tremendistas salvadores de la patria. El aniversario de aquellas elecciones del 21-D que no despejaron el jeroglífico se ha reducido a una batalla entre catalanes con 13 borrokas detenidos y 35 mossos heridos que, desde luego, proyecta una imagen poco edificante. Mucho menos para los independentistas encarcelados, conjurados en despreciar la vía del sabotaje como estrategia para agrietar paso a paso ese muro político y judicial del Estado tan pétreo. Tampoco es descartable que ni ellos mismos se pongan de acuerdo sobre la hoja de ruta a seguir -la presión crítica sobre Oriol Junqueras es incansable-, aunque empieza a cobrar fuerza la apuesta por el sentido común de la bilateralidad, por procurar siquiera el entendimiento. Por eso no es baladí que los independentistas recompongan el espíritu de la moción de censura por la vía del techo de gasto al margen de su inexplicable corta vida en el Senado. Su rechazo hubiera sido un hachazo a la estabilidad de por sí tan comprometida y angustiosa del Gobierno socialista. Hay vida, por tanto, como no se cansa de repetir el verbo pragmático y realista de Joan Tardà, temeroso de que cualquier otro escenario partidista en Madrid supondría un viaje sin retorno a la desesperanza.

Por encima de los memes sin pudor ni respeto que le han ridiculizado ante la reunión-cumbre-encuentro de Pedralbes, Sánchez da otro paso adelante en su propósito de quitar hojas al calendario de su continuidad sin que suponga una garantía de éxito. El precio de la (in) sensatez.