LA corrupción ha llegado para quedarse en la precampaña electoral. El arte de la guerra política tuvo uno de sus ejemplos más notables en la sesión de control al Gobierno el pasado miércoles. Una ocasión destinada al debate económico se tornó en un desabrido gallinero, donde el PP recriminó al Gobierno socialista supuestos casos de corrupción, al tiempo que los ministros del PSOE recordaban las vergüenzas de los populares en su también surtido catálogo de corruptelas entre su filas.
Ni uno ni otro pueden estar orgullosos de cómo han gestionado estas miserias políticas. Cargos públicos imputados e incluso condenados siguen en sus puestos. La opinión política ha tomado nota y está hipersensibilizada ante la corrupción. No es para menos. El PP lleva arrastrando la penitencia del caso Gürtel, la supuesta trama que podría estar relacionada con la financiación ilegal de la formación de Mariano Rajoy. De ahí se deriva el caso de los trajes regalados supuestamente al presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, que casi con seguridad le sentará en el banquillo este mismo año, acusado de cohecho. Y la corrupción urbanística ha tenido su último episodio con la detención de tres alcaldes del PP en la Costa da Morte gallega. La cercanía de las elecciones municipales ha activado la ofensiva popular contra el PSOE, acosado en las últimas semanas por el caso del presunto chivatazo a ETA en el bar Faisán, caso que se quiere cobrar como última pieza al ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, presumible delfín político del muy decaído José Luis Rodríguez Zapatero. La presión también se intensifica en Andalucía, donde los populares se ven ya aposentados en el gobierno. Las prejubilaciones regaladas por la Junta son petróleo para el PP.