Sobre Pablo Sarasate, el universal violinista navarro, Pío Baroja escribió: “Era uno de los hombres más amadamados y grotescos del mundo. Lo estoy viendo pasear, con sus melenas, su trasero redondo y unos zapatos con unos taconcillos de a cuarta, que le daban el aire de una cocinera gorda, de esas que se disfrazan de hombre en Carnaval”.
Sarasate, sin embargo, tuvo miles de admiradores en todo el mundo que no lo juzgaban por su aspecto, sino por su indiscutible talento. Uno de esos fans debió de ser el escritor Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien en una de sus novelas, La liga de los petirrojos, retrasa sus sagaces indagaciones para acudir a un concierto del virtuoso músico pamplonés. Y es que a Holmes, cuando no estaba resolviendo algún caso, le gustaba tocar el violín (bueno, cuando no estaba resolviendo algún caso ni boxeando ni dedicándose a la apicultura ni realizando algún experimento químico −y no incluiremos entre estos el consumo de cocaína, a la que era adicto, lo cual tampoco es de extrañar, con una vida tan ajetreada−).
Sherlock Holmes de pega
La intensidad del famoso detective acabó por cansar a su propio creador, que decidió finiquitarlo en uno de sus relatos, El problema final, en el que Holmes se precipita por una catarata durante una pelea con su archienemigo, el profesor Moriarty. Doyle, sin embargo mató mal a su criatura (o, mejor dicho, sus seguidores no se resignaron a que este desapareciera) y durante los años posteriores fueron numerosos los autores que resucitaron al personaje en historias apócrifas, hasta crear casi un género en sí mismo.
Uno de los Holmes de pega más llamativos y desternillantes es el que, de manera paródica, versiona Enrique Jardiel Poncela. El autor de cimas del humor surrealista como Amor se escribe con hache o La tournée de Dios nos presenta a un Sherlock Holmes que habla español con acento argentino, que ha llegado a Londres disfrazado de perro vagabundo (no pregunten, cosas de Jardiel) y que ofrece al escritor convertirse en su ayudante, propuesta que este acepta, sustituyendo al doctor Watson en los siete relatos que componen Novísimas aventuras de Sherlock Holmes y en la novela corta Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, dos obras que les recomiendo encarecidamente si quieren reírse a mandíbula batiente.
Tony Leblanc se come una manzana
Jardiel Poncela forma parte de una estirpe de escritores humoristas (es arriesgado juntar estas dos palabras, porque suele tenderse a degradar, de manera injusta, las obras cómicas hasta una especie de categoría inferior de la literatura) en la que podríamos incluir a autores como Wenceslao Fernández Flórez, Joaquín Belda, Miguel Mihura, Rafael Azcona… de quienes recogerían posteriormente el testigo artistas de otras disciplinas como Gila, Berlanga, o más recientemente José Luis Cuerda, Faemino y Cansado o Muchachada Nui. El legado es incluso sanguíneo, pues el bisnieto de Jardiel Poncela es Darío Paso-Jardiel, actor al que muchos recordarán como el Bombilla, el ‘informático’ del comando que Torrente, el rijoso personaje de Santiago Segura, recluta en la primera entrega de la saga.
En esa misma película también participaba otro actor, Tony Leblanc, que bebe de las mismas fuentes del humor absurdo (recordemos su número televisivo comiéndose una manzana) y que incluso llegó a figurar en el reparto de alguna película basada en una obra de Jardiel Poncela, como Fantasmas en la casa.
Un rey pornógrafo
El largo recorrido artístico de Leblanc, el ‘Tigre de Chamberí’, que antes de convertirse en actor intentó ser boxeador (fue campeón amateur de los pesos ligeros en Castilla), se inicia como bailarín de claqué y boy en la una revista de Celia Gámez, la célebre vedete de origen argentino, una de las figuras más destacadas del género sicalíptico, que se caracterizaba por sus canciones y bailes salpicados de dobles sentidos, los cuales despertaban los bajos instintos de machos de todas las raleas, incluida la real: se dice que Celia Gámez fue amante del Alfonso XIII, monarca de sexualidad borbónica y alborotada, hasta tal punto que se convirtió en un pionero del mundo de la pornografía (mandó instalar una pequeña sala de cine en el Palacio Real, en la que se proyectaban las primeras películas eróticas filmadas en España, que a menudo él mismo producía, eligiendo de manera personal las protagonistas entre prostitutas del barrio chino de Barcelona).
Intento de regicidio
La fidelidad no era, pues, una de las virtudes de Alfonso XIII, acaso porque los augurios para su matrimonio en el día de su boda, el 31 de mayo de 1906, no fueron muy halagüeños: cuando la comitiva nupcial se dirigía desde la madrileña iglesia de los Jerónimos al Palacio Real, atravesando la calle Mayor, el anarquista Mateo Morral (a quien, por cierto, Pío Baroja, había frecuentado en el café Candelas de la calle Alcalá) arrojó un ramo de flores en cuyo interior se ocultaba una bomba, que desviada por un cable de la luz, acabó cayendo entre la multitud y matando a veinticinco personas, ninguna de ellas con sangre azul.
A pesar de que algunos dirigentes anarquistas, como Ángel Pestaña, secretario general del sindicato CNT, desautorizaron este tipo de atentados, es más que probable que Morral hubiera estado relacionado con él, bien de manera personal, bien a través de otros anarquistas como Salvador Seguí o Francisco Ferrer Guardia, creador en Barcelona de la Escuela Moderna, en la que el regicida Morral trabajó como bibliotecario.
Harry Houdini, espía
Tanto Morral como Pestaña viajaron con frecuencia por Europa, predicando el credo libertario. En el caso de Ángel Pestaña, pasó varios meses en Rusia en 1920, en compañía de correligionarios a los que probablemente había seguido los pasos un ilustre espía: ni más ni menos que el famosísimo mago y escapista Harry Houdini, quien, sorprendentemente, durante una temporada trabajó para los servicios secretos de Scotland Yard, vigilando a anarquistas rusos. Pues bien, ¿de quién fue amigo íntimo Houdini? ¡Efectivamente, de Sir Arthur Conan Doyle! Es decir, del creador de Sherlock Holmes, detective, boxeador, drogadicto, violinista y rendido admirador de Pablo Sarasate, con quien empezábamos esta primera entrega de Seis grados y con quien, como habíamos prometido al inicio de la misma, terminamos, cerrando el círculo.