Encarna, Nagore, Agustina… “¿Qué si las conozco a todas? ¡Claro!”, dice Miren Meabe mientras abre la puerta de una de las fincas que tiene arrendadas en el monte al que ha accedido como cada día en su vehículo desde Jokano. Mientras conduce por los caminos habilitados para circular va desgranando algunas de las preocupaciones que le rondan la cabeza últimamente. “Hay una sequía terrible y hemos tenido que poner depósitos para que puedan ir bebiendo y subir comida porque les falta”, explica mientras va tocando el claxon.

Cuando para el coche ya tiene a 8 burras mirándola y algún burro viene corriendo en su búsqueda. “En esto de poner los nombres, la familia no sale bien parada”, exclama mientras retoma la conversación sobre si conoce a sus animales. Acompaña la afirmación con una carcajada y acaricia a Bego, una burra que se llama como su tía y a la que le ronda Paula, que lleva el nombre de su prima. “Ese de ahí es Panchito”, explica señalando al encargado de cubrir a sus burras por ahora. Cuando las que tengan que quedarse embarazadas sean sus hijas tocará hacer cambio y Panchito dejará las tierras de Kuartango.

Las burras y los burros de la ganadería de Miren son de las Encartaciones, una raza autóctona en peligro de extinción. Cuando en 2008 su marido Mariano llegó a casa con dos burritas, Miren, que por aquel entonces era fisioterapeuta en Vitoria, poco podía imaginar que 15 años más tarde tendría 24 ejemplares y que su lucha por el mantenimiento de la raza iba a convertirle en presidenta de Arasel, la Asociación de criadores de ganado asnal de Álava, y la secretaria de la Federación vasca de personas que crían esta especie. “Estas son mis consentidas y mis consentidos”, dice al mismo tiempo que se le escapa una sonrisa. Su rostro desvela el amor que siente hacia estos animales a los que no les quita ojo y que no para de acariciar. “Intento venir todos los días, esto una terapia. Son mi hobby, mi vicio. Unos gastan en tabaco, yo en esto”, confiesa con su mano en la nuca de Agustina, la burra que con 23 años peina canas y es la más veterana.

En plena naturaleza comparte recuerdos. “Yo era del otro lado del Valle y en mi casa siempre ha habido ganado, así que, cuando empezamos a criar más ejemplares y a alquilar y comprar tierras, a nadie le extrañó”, asegura mientras reconoce que cuando tienen que desparasitar o hacer los cascos u otras labores recurre a la ayuda de su padre o su hermano. En otro tipo de explotación alguna de estas labores quizás vendría a hacerlas alguna persona profesional, pero en la suya es impensable.

“Por cada ejemplar nos dan una pequeña, muy pequeña, subvención, pero también nos exigen muchas cosas. Esto es algo que por dinero no haces”, afirma con contundencia mientras se autodenomina “una nostálgica”, que a veces se enfada mucho con la Administración y a la que le dan ganas de abandonar, aunque nunca lo hace. Ver a sus hijos corretear entre las piernas de sus animales y jugar con la confianza con la que lo hacen le sirve para reafirmar que su gran esfuerzo merece la pena. “Todo nuestro trabajo es para conservar la raza, esa nuestra lucha, que no se pierda esta raza que ha dado tanto por nosotros a lo largo de la historia. Han sido herramientas, los pies y las manos cuando hacían falta para sacar adelante el trabajo del campo. Sin el burro no hubiésemos tenido todo lo que tenemos ahora”, sostiene poniendo en valor las características del Burro de las Encartaciones.

“Son tranquilos, nobles y limpiadores natos”, explica enfatizando la necesidad de que estuviesen en los montes para facilitar su limpieza y evitar que incendios como los que asolan Asturias y Cantabria estos días no se expandieran tan rápido. Dos de sus burras realizan esta labor en alguna finca de vecinos de la zona, otras, si alguien viene a comprarlas, se venden, y los machos son matados para comer, a no ser que alguien los compre para cubrir burras. “Todos los ejemplares no podemos quedárnolos. Ni por capacidad económica ni de terreno”, lamenta. Sabe de algunas personas que están usando esta raza para llevar carga en paseos por el monte, otros en asnoterapia, para algún producto cosmético... Todo lo que sea crear interés por la raza y que haya gente que se anime a criar, es bienvenido, por eso si hay alguna feria a la que ir, o le piden su colaboración para dar a conocer a esta especie se presta a hacerlo.

Toca regresar a casa. Mientras se sube al coche Agustina observa cómo se aleja mientras come una hoja que ha conseguido a duras penas. Antes de llegar a Jokano visita otras fincas en las que tiene más especies y una propiedad de una vecina en la que tiene apartados los ejemplares más jóvenes. Conduce y explica que está realizando trámites para poner en marcha una granja de pollos camperos en otra finca para tener “una actividad compatible con los burros, pero que no compita con ellos en cuanto a necesidades”. Y entonces recuerda que es primavera, que muchas de sus burras comenzarán a parir y tendrá que estar muy atenta porque el lobo anda acechando. A Miren le brillan los ojos. Ella sufre y disfruta con sus burros. Y antes de despedirse lanza una última reivindicación. “Esta raza tiene que seguir viviendo. Merece la pena el esfuerzo, quién sabe si tenemos que volver a echar mano de ellos”.