La fugaz aparición de Carles Puigdemont en Barcelona, tras siete años fuera del Estado para eludir su arresto, condicionó ayer la actualidad política y restó brillo a la investidura del socialista Salvador Illa como presidente del Govern catalán. Puigdemont cumplió los mensajes que había ido lanzando –regresar a Catalunya con motivo de la sesión de investidura aun a costa de ser detenido y no facilitar ese arresto– matizados desde su apuesta electoral –comprometió acudir a la sesión para su propia investidura– y pendientes de la evolución de sus decisiones –anunció que abandonaría la primera línea política si no lograba ser investido, como así ha ocurrido–. En el cruce de reproches consustancial a la vida política española, es oportuno introducir matices para eludir el diagnóstico de trazo grueso. La aparición de Puigdemont para robar protagonismo a Illa podría haberse evitado, como reclama la derecha española, con una operación policial exorbitada, atendiendo al grado de peligrosidad del acusado para el orden y la seguridad de las personas, y poco razonable en el marco de una presencia ciudadana masiva en la calle. Clarifiquen quienes piden mayor eficiencia a los Mossos d’Esquadra si reclaman una acción represora sobre aquellos ciudadanos. Por otro lado, solo la voluntad expresa –no equivalente necesariamente al interés de la Justicia– del juez Pablo Llarena y la Sala Penal del Tribunal Supremo impiden una gestión razonable del retorno del expresident catalán. Su interpretación de la letra de la Ley de Amnistía, contra el espíritu de la misma y la voluntad del legislador, sostiene la orden de detención pese a que sabe que no dirimirá él, sino el Tribunal Constitucional, la legitimidad de su aplicación. Una suspensión cautelar de la orden de arresto de Puigdemont en espera de esa decisión no limitaría la acción de la Justicia y la liberaría de su sesgo de arbitrariedad. Puigdemont cumplió con su programa orientado a deslegitimar al nuevo gobierno catalán y a debilitar a ERC y trata de prolongar su ciclo, pero su gestualidad se antoja estéril. Su partido sí está en disposición de practicar una política útil y no limitarse a la gestual. Tiene la representatividad suficiente en las sedes legislativas para influir. Entretanto, en Catalunya arranca una legislatura difícil para Illa pero que canaliza el pulso político a instituciones normalizadas, que es el mejor modo de encarar el conflicto. l