Una tirita blanca en la parte derecha de la frente recordaba a Evenepoel que su victoria en Arinsal, donde pasó por la sastrería de la Vuelta para vestirse de rojo y por el botiquín para frenar la sangre que emanaba de su rostro tras caer después de la celebración de meta al impactar con una persona, no fue lo feliz que le hubiera gustado.

Camino de Tarragona, con Ander Okamika, Sepúlveda y González hermanados en la aventura, –el viaje a ninguna parte que suele deletrear el compás de los días quedos– Evenepoel, relajado, sonrió e incluso bromeó. La dicha también se posó sobre Kaden Groves, vencedor al esprint. Una tirita blanca en la rodilla le une a Evenepoel. Ambos alegres en el podio.

En la Vuelta del gafe no es poca cosa. Menos aún después de que se supiera que hubo quienes quisieron rociar la carretera la víspera con 400 litros de aceite. La Policía detuvo en Lleida in fraganti a los ideólogos de la execrable idea, que pudo poner en serio riesgo la vida de los ciclistas.

Que nada sucediera, más allá del tedio, era la más excitante de las noticias para la Vuelta. La calma era el bien más preciado después del frenesí, las urgencias, los apagones, las caídas, los boicots y la lluvia que abrazaron la carrera con la fuerza sobrehumana con la que un niño se aferra a su peluche preferido.

Instalada en el aire la monotonía, lo mundano, la partitura de siempre, el fin de fiesta con la misma canción, la coreografía infalible de Paquito el chocolatero, el pelotón discurría feliz observando desde el puesto de vigía el empeño de Okamika, Sepúlveda y González, que servían de pregoneros de la Vuelta para una llegada al esprint en Tarragona.

Sebastián Molano explota

En la antigua Tarraco se subrayó, imperial, Groves, capaz de aniquilar el esfuerzo de Sebastián Molano, ahogado, asfixiado en la búsqueda de la gloria. El ácido láctico le derrotó. Pudo con él. Groves le rebasó cuando aquello parecía una quimera, pero la historia se escribe también con sueltos extraordinarios, inesperados. Todo el mundo tiene un plan hasta que suena el primer disparo. Molano fue el primero en apretar el gatillo. Esa prisa le condenó.

Groves, menos impulsivo, esperó para hacer blanco. Remontó desde la paciencia. La espera como método y el instinto como motor. Insistió de tal manera el australiano que logró un imposible. La fe le empujó en el trepidante final. Molano se anticipó y su arrancada, enérgica, parecía la exitosa. La que le pondría sobre la cabeza el laurel de la victoria.

Groves, en desventaja, pudo desconectar. No lo hizo. Apostó por la perseverancia. Obsesivo, siguió el rastro de Molano, el humo que dejó su fogonazo. No se abandonó el australiano. Recortó palmo a palmo mientras a Molano el tanque de ácido láctico comenzó a inundarle el organismo. El paladar, con sabor a sangre.

Las piernas, comidas por las termitas de la fatiga. Ese dolor le sentó. Torturado. Groves, más fresco porque midió mejor la distancia, le arrancó la dicha al colombiano. A Molano le quedó el quebranto y la desdicha. Golpeó el manillar con furia.

Ander Okamika, González y Sepúlveda, en la fuga del día. Efe

La fuga de Ander Okamika

Ander Okamika, feliz, lo acaricia en la Vuelta aunque la carrera le anula los Sanantolines. Las fiestas de Lekeitio, su pueblo. Así que su festejo era recorrer kilómetros y que le vieran en casa porque por el pueblo no le verían el pelo en varios días. Era un modo de estar con ellos en la distancia. Teletrabajo.

El Alto de Belltall era la única distracción para el trío. Para Sepúlveda, rey de la montaña con permiso de Evenepoel, era una cuestión de honor. Cobró el botín. Más crédito para su caja de caudales. El pelotón dio cuerda a la fuga hasta someter el Coll de Lilla.

En la escasa montaña, aunque muy visual, los equipos de los velocistas imaginaban el esprint en Tarragona. Sepúlveda sumó más puntos para su causa. El canto del cisne antes de que la fuga pereciera por el impulso del pelotón en una carretera ancha, ideal para rodar con velocidad.

El cortejo para lanzar a los guepardos. Antes de la estampida, de la traca final, se ordenaron los equipos de los hombres rápidos y de los nobles en ese túnel de velocidad que olía a aceitunas. Los olivos como centinelas.

Caída de Buitrago

En esa carrera alocada, una huida hacia delante, Buitrago y Coquard se estrellaron en un estrechamiento de calzada tímidamente señalado. Nunca hay paz. Lanzado el esprint, sinuoso entre grandes rotondas, Molano se disparó como una bola de cañón. Erró en el cálculo. Los esprints, además de una locura, son una cuestión de acierto. Un ejercicio matemático.

Una ecuación que resolver con enorme celeridad pero con mayor precisión y que obliga a creer en uno mismo. Molano estaba convencido de que su cuenta era la exacta. Le negó el australiano con un esprint que demolió al colombiano. La fe inspira a Groves.