“¡Agua! ¡Agua!”, reclamaba Jesús Herrada, derrengado, en el suelo de Cistierna. Allí llegó después de un esprint agónico con Battistella y el resto de compañeros de la fuga, unidos durante más de 180 kilómetros, amigos, rivales desconfiados en los metros finales cuando la gloria solo alcanza a uno. La agarró de la cintura Herrada en el baile por la victoria. Remontó y se encontró con el italiano, que golpeó el manillar de la bicicleta en varias ocasiones.

El gesto de la rabia, el sonido de la derrota. Había alzado el puño Herrada, todavía sobre la bici de la adrenalina. El cansancio y la afección le obligaron a sentarse. Demasiadas sensaciones recorriéndole los adentros para permanecer en pie. La víspera se cayó. Se levantó para triunfar. “No me lo creo aún. Ayer me caí (por este jueves) y me estaba costando pillar la fuga”. Cuestión de fe. La palanca que mueve montañas.

Sentado, emocionado, llorando, al límite del esfuerzo, la fatiga sacándole el corazón del pecho, la boca buscando oxígeno, el ácido láctico pintando el paladar, abrazado por un auxiliar después de coronar un imposible, Herrada regó de lágrimas la Vuelta mientras el agua, reparadora, sanadora, caía por su cabeza. Necesitaba refrescar la memoria Herrada, vencedor de etapa en 2019. Los recuerdos le cayeron en cascada. Reventó la presa de la contención. El conquense era puro sentimiento, un niño sin consuelo por la emoción arrebatadora. Pasional.

Herrada encontró el cauce de la felicidad como un zahorí que rastrea las entrañas de la tierra. Armado con el pico y la pala, dio con el tesoro el conquense. Un manantial de felicidad para saciarle tantos días de trabajo sin premio. Representó Herrada la victoria íntima de los descamisados. De los marginales. La de los vencidos que no lo son porque siempre lo intentan.

EL PEAJE DE SAN GLORIO

En San Glorio, la mole en mitad del camino, la fuga con Sweeny, Janssens, Herrada, Wright y Battistella disponía de más renta que esperanza. Después de la apoteosis del Pico Jano y de los miserias de la montaña que entre la niebla iluminó a Evenepoel en la Vuelta e hizo saludar a Bennett desde el podio en soledad –nadie quedaba ya para recibir al velocista–, al pelotón le incómodo la subida, un estorbo.

No había muchas ganas de agitar el engorro. Nunca se sabe qué puede encontrarse en un cajón vacío y olvidado. Bennett tenía muy presente que San Glorio, largo y tendido, era su Rubicón. Esa misma sensación visitó a McLay, otro velocista lento en el puerto. Fuera de su hábitat. Merlier y Ackermann se ahogaron.

PERSECUCIÓN

Bora dejó a varios socorristas para rescatar a Bennett. Esa fue la emoción de un puerto que servía de bisagra. Bennett rapeló con celeridad y conectó con el pelotón. La victoria de los vencidos. Superar San Glorio era un triunfo y no menor para el irlandés. Sweeny, Janssens, Herrada, Wright y Battistella se empeñaron, pero en el retrovisor se agolparon los percherones de los velocistas, BikeExchange y Arkéa, porque no solo Bennett se reconectó a tiempo en un paisaje que mostraba la escasez de agua. A los embalses se les ve el esqueleto. Descarnados. El pantano de Riaño no era un vergel. Sequía.

Evenepoel, estrenando el liderato, exuberante la víspera, silbaba en el mullido chaise longue de un día para el deleite, aunque veloz, porque todo ocurre deprisa en el ciclismo de las urgencias y la extrema competitividad. El viento empujó la carrera entre curvas festoneadas por verdes valles en una balanza en el que se pesaba el hambre de libertad de los fugados y la obligación de los centinelas de la velocidad, a los que les encanta el sonido del tiroteo en el O.K. Corral de los hombres rápidos.

ERROR DE CÁLCULO

El Bora, recuperado el resuello tras atender a Bennett, agarró las tijeras para esquilar la ventaja de la escapada. El Trek, que trató de eliminar de la ecuación a Bennett en San Glorio, también asomó para acelerar la persecución. Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Acordaron hablarse con los codos. Lenguaje amigo. De relevos. Cadena de montaje. Se atascó.

La fuga, ambiciosa, no tenía ninguna intención de entregarse. Camina o revienta. 1 minuto a apenas 10 kilómetros de meta. La victoria era una hoja al viento después de más de 180 kilómetros en fuga. En ese tiempo no hubo contacto visual. El pelotón solo presintió a los fugados a distancia de prismático. Demasiado lejos.

La victoria sería un esprint en petit comité entre el quinteto, un duelo a todo o nada. En ese escenario se dispararon unos y otros en una llegada poco académica. Cada uno, como sabía. Wright se precipitó. Battistella erró el cálculo. Se dio cuenta después. No así Jesús Herrada, dos veces campeón de España, que conocía el camino para vencer en la Vuelta. Logró una etapa en 2019. Tres años después, Herrada calma su sed de victoria. “!Agua! !Agua!”