En el Tour de Francia no conviene elevar demasiado el orgullo. Tampoco almidonar los cuellos de la soberbia, porque en fin, c'est le Tour, la leyenda, el mito. Allan Peiper, director de Tadej Pogacar, vociferó que muy mal se le tenía que dar al esloveno para no reinar en París. La crono lisérgica del prodigio reforzó ese discurso deletreado con palabras de piedra. El vaticinio, a quince días vista, apenas recorridos 1.000 kilómetros de la carrera francesa, parecía el epitafio del Tour. Peiper calculó mal porque no contó con la insurrección y la rebeldía. Lapidaron su pronóstico. No es bueno subestimar la dignidad. "En mi hambre mando", yo le dijo un harapiento a al cacique que quería su voto por una limosna. En el Tour nadie quiere las migajas, no al menos cuando aún rebosa vida aunque alguien lo quiera inanimado, inerte. En una travesía maratoniana, una odisea de 250 kilómetros de inspiración alpina, el Tour fue una fiesta para los sentidos. En ese escenario, en territorio hostil, se sindicaron los barrenadores. Dinamiteros que no temen la onda expansiva. ¡Viva el Tour!
Van der Poel y Van Aert, los chicos que se criaron a codazos, enfangados por el barro del ciclocross y una competitividad extrema, se cargaron el Tour a hombros. Qué es un vida sin vivirla. La exuberancia del líder, su afán por honrar la prenda sagrada de la carrera, y el belga que lo hace bien todo, se apuntaron al jaque al rey Pogacar, que no parece intocable. En una jornada para los incunables de la carrera, donde venció Mohoric, los Van Van ofrecieron una exhibición descomunal que puso patas arriba la Grande Boucle. El líder, que parecía de prestado hasta que quisiera Pogacar, sigue siéndolo, y Van Aert, segundo en la general, a medio minuto del neerlandés, se dispararon. Su estruendo se coló en todos lo recovecos del Tour y estalló en el tímpano de Pogacar, ensimismado en su fortaleza.
El esloveno, que silbaba la melodía de la carrera, es quinto en la antesala de Los Alpes. Tiene una desventaja de 3:43 sobre el líder y de 3:13 sobre Van Aert. Cambio de guardia en el Tour, la carrera indescifrable, siempre contestataria. Pogacar, que pensaba defenderse a la espera de que caducara el frenesí de Van der Poel, deberá atacar. A Roglic, apaleado, a más de siete minutos del dúo fantástico, solo le queda sobrevivir con dignidad en una carrera que le descabalgó con ira. Su Tour se estrelló en una caída fea y en Le Creusot se escuchó su réquiem. Incluso en medio de la negrura, Roglic regaló su botellín a un niño que aplaudió su esfuerzo. El esloveno es un campeón en la derrota. Carapaz no se arrugó. Pero su disparo, que pareció certero en medio del tiroteo, acabó siendo de fogueo. El ecuatoriano tampoco está dispuesto a rendir pleitesía a Pogacar, enfrentado a un escenario inopinado y turbulento.
Vincenzo Nibali, viejo diablo, se alió a la locura que convocó a más de una veintena de ciclistas en un salida con banda sonora de Jacques Brel y fuegos artificiales. Los Van Van se fueron a recorrer las arterías de una cartografía de montaña de baja intensidad pero de alto voltaje. Jóvenes y descarados. En ese pandemónium, Pogacar no se alteró, ajeno a la enajenación que gobernaba los vientos de la carrera. La fuga, poderosa, aisló al esloveno, de repente frágil ante las ráfagas de la ambición, que alteró el tablero. El Ineos, pendiente de Pogacar, optó por la observación. El UAE dispuso sus soldados. Hombres para contener el caos. Sacos terreros contra la inundación. El equipo es el punto flaco de Pogacar.
La fuga, cosida con intereses diversos, caminó con celeridad. Pogacar parecía relajado, aunque la perplejidad se fue incorporando a su lenguaje corporal. El Ineos no estaba dispuesto a airear los pulmones de la muchachada del esloveno. Que ardieran en el infierno. Van der Poel, Van Aert, Nibali, Simon Yates y el resto amontonaron seis minutos de renta. A Peiper le mudó el gesto. Lívido el rostro, desencajado. Totalenergies gastó su mecha colaborando con el UAE, aplastado por la responsabilidad. Roglic, herido y magullado, también padeció el asalto de su colega en Signal d'Uchon, el puerto que actuaba de sicario entre los frondosos bosques de la fatiga extrema. Habían transcurrido 230 kilómetros de dolor y gloria. De ciclismo de aventureros y locos maravillosos. Mohoric, el más resistente de la fuga, coronó el alto. Van Aert, Van der Poel, Nibali y Yates buscaban a Mohoric, otro esloveno. Carapaz se pintó el rostro de guerra en el grupo de Pogacar. El ecuatoriano también quería su onza del botín y se tiró a por él en las rampas que sepultaban a Roglic, diezmado desde que se lastimara en la tercera etapa del Tour.
ROGLIC, DERROTADO
La pena de Roglic, enterrado en el camposanto, era la exaltación de Van Aert. El belga se erizó y Van der Poel le tocó el hombro. Carretera y trueno. Primero y segundo del Tour. Mohoric abrió la comitiva del espectáculo ajeno a los acalorados debates de los aristócratas. Carapaz se alistó a la revuelta contra Pogacar. Cada metro de la Grande Boucle es un mundo. Mohoric se estrenó. El tercer hombre. Otro esloveno. Su historia era una cuestión menor en un día grandioso, excitante, sobresaliente, un capítulo maravilloso para la biografía del Tour, donde irrumpió el coraje de Van der Poel y Van Aert, dispuestos a volcar el Tour, a amenazar al todopoderoso Pogacar. La apuesta, 250 kilómetros de épica después, les otorgó pingües beneficios en un día para la memoria. 3:35. Pero más allá de la arena del reloj que colgaron sobre Pogacar, lanzaron un mensaje de guerra abierta contra el esloveno. No se rendirán. Nadie le colocará la alfombra roja hacia París, un campo de minas. El Tour se vuelve loco.