El renacido Mark Cavendish contó otro milagro en el Tour. Ocurrió en Châteauroux, su ciudad, aunque nació en la Isla de Man. Es el hijo pródigo. En Châteauroux se anunció al mundo en 2008, se subrayó en 2011 y se reafirmó en 2021, de regreso del país de la intrascendencia, la patria del olvido. Ese es el viaje vital de Cavendish en el Tour, que acumula la friolera de 32 victorias etapas. Excelso francotirador, Cavendish es más rápido que las balas. Solo dos dianas le separan del grandioso Eddy Merckx, el tótem, poseedor del mayor registro de triunfos: 34. El británico fotocopió la coreografía de una victoria que es la misma repetida en tres actos. Clavó la pose de 2008 y 2011 en 2021, la mejor gloria 13 años después. A los 36 años es más veloz que la juventud. Amortiguó la pólvora de Philipsen y esquivó el puño de Bouhanni. Nada detiene al británico desde que Lefevere le rescatara del destierro de la velocidad. Cavendish era un esprinter apolillado, con patas de madera. Ahora, sus piernas son biónicas.

Subido al treno del Deceuninck resolvió con su fulgurante estilo. Philipsen tuvo que ceder ante el británico, linterna verde del Tour. Cavendish viste el color de la esperanza. Es el tono que mejor casa con su historia reciente de avería y redención. Incrustado en el pozo del olvido, el esprinter es luz intensa en el Tour en el que nadie le esperaba. Tampoco él. Cuestión de fe y de la rodilla dolorida de Bennett. Recordó Cavendish que nunca se debe dejar de creer, como si los rezos reavivasen las piernas y el agua bendita sanase. A Cavendish nunca se le olvidó esprintar, pero no le alcanzaba la potencia, menguante por algo tan lógico como la edad.

El Deceuninck le ha resucitado y el británico parece un muchacho, un principiante fogoso que combate la decadencia del sentido común con el éxtasis de los místicos. Epifanía en el Tour. Advenimiento. Rehabilitado para la causa, Cavendish pegó otro bocado al Tour y persigue, sediento y feroz, al Caníbal. El récord de Eddy Merckx, el campeón de campeones, el hombre de los cinco Tours, el que todo lo ganó varias veces, corre peligro. El mito se tambalea, zarandeado por la virulencia de Cavendish, pequeño pero matón. En un esprint limpio, en una recta propia de un aeródromo, el británico despegó como un cohete. En el aeropuerto de Châteauroux se entrenan los pilotos. Cavendish pertenece a ese estirpe. Vértigo, velocidad y vuelo rasante.

Van Avermaet tiene peor vejez que Cavendish. Quiere pero no puede. Campeón olímpico, casco dorado por eso de la medalla de oro, y esplendoroso clasicómano, Van Avermaet era la brillante luciérnaga que se colgó el petate de la aventura junto a Kluge, un gigante de 1,92 metros cincelado en la pista. El velódromo como taller de alfarería. Ambos recorrieron el día después del estallido de Pogacar, un etapa para digerir la supremacía del esloveno. Van Avermaet, estupendo historial, busca el resquicio de la escapadas para tener pose en el Broadway de julio. No queda otra. El oropel se debe mostrar. Los mejores días han caducado en las piernas del belga, dichoso en un paisaje de colores repartidos. El cielo azul con nubes blancas para dotarlo de tres dimensiones, la carretera gris y los costados del Tour, sus costillas, verdes, a veces invadidas por las cosechas de trigo y otras sacudidas por el entusiasmo febril de los franceses que celebran que es julio. Al fin, la canícula cobra sentido.

En la excursión, entre bellos pueblos que parecen un decorado por hipnóticos, hasta los elefantes saludaron a la carrera. La marcha fue placentera tras la psicosis de las caídas que masacraron al pelotón y el estruendo provocado por Pogacar, el amarillo que va de blanco. El joven que reina en la república. El Deceuninck, que lleva en sus alforjas al restaurado Cavendish y el Alpecin, donde además de la supernova de Van der Poel, Philipsen buscaba el brillo que otorgan las lentejuelas de un triunfo, tomó las medidas al dúo. Van Avermaet y Kluge se encogieron para expandirse. Acordeonistas. El pelotón los tuvo a un palmo, pero el belga y alemán no claudicaron. Rebeldes. Aceleraron nuevamente. No tenían intención de arrodillarse.

IMPARABLE CAVENDISH

La jauría percibía su estela, los divisaba. Una persecución sin atenuantes ni edulcorantes. El corazón empuñado en la dignidad. Para entorpecer la caza, los compañeros de Van Avermaet asomaban en cabeza. Kluge y Van Avermaet, hermanados en la búsqueda de la epopeya. Bienvenidos al club de los imposibles. El pulso mantuvo la intensidad hasta las afueras de Châteauroux. El belga giró la cabeza. Era el gesto que anunciaba la derrota. Miró a Kluge. Gloria y honor. El callejero del mapa de la memoria de Cavendish, una carretera de dos carriles, alzó el telón de la última representación. Alaphilippe trabajó para el británico y Van der Poel, el líder, se arremangó para Philipsen. Entonces de entre las tinieblas, surgió Cavendish con la fuerza intacta de su época dorada. Aceleró y se agarró la cabeza. El mismo gesto de sorpresa que inmortalizó en 2008. La costumbre de la victoria. Su liturgia cuenta 32 triunfos. Apenas a un par de victorias de equipararse al Caníbal. Cavendish amenaza a Merckx.