“Coyones y dinamita”. Ese fue el grito de la revolución de 1934, el asalto rebelde a los cuarteles en la zona minera. Esa soflama horadó la Vuelta, que bajó a la mina. Barrenadores y detonaciones. Dinamita. Mecha corta para una jornada escueta, apenas 109 kilómetros, pero cargada de pólvora. Alma de minería. En el pozo oscuro, la luz iluminó a Hugh Carthy. Su frontal saludó la cumbre del Agliru, el puerto extremo, el viaje hacia los límites de la supervivencia. A Roglic, capataz de la Vuelta, le faltó gas en una montaña que se balbucea, que se sube a gatas, con el alma quebrada y las piernas de madera, cojas, oxidadas. No se le olvidará al esloveno el Angliru, una mole de dolor, una montaña cruel, despiadada, una carretera que cuelga del cielo pero que es un giro al averno. Lo padeció Roglic, que se quedó desnudo. Sin liderato. El maillot rojo viste a Carapaz, un guerrero, que aventajó en diez segundos al esloveno. El ecuatoriano fue mejor y llega a la jornada de descanso con ventaja, pero no venció a la montaña.
Entre las llamas del infierno se encendió el entusiasmo de Carthy, que descascarilló a todos en la montaña sin fin. El inglés que subió una montaña. Carthy conquistó la cumbre con 35 segundos de ventaja. El británico sacudió con ese estilo tan poco estiloso, para encaramarse en el podio de la carrera. A lo más alto se elevó Carapaz, que arrancó diez segundos a Roglic en un tratado de agonía. El esloveno se quedó mudo en el Angliru, sin la voz de mando, que es ahora para el ecuatoriano. La Vuelta continúa siendo un puño tras la paliza del Angliru, una montaña implacable, que dejó a Mas a una onza del triunfo. El mallorquín recortó una decena de segundos con Roglic, rescatado por Kuss, su salvavidas en la montaña inhumana.
Entre medias, La Mozqueta invitó a la rebelión de David de La Cruz y Chaves. El colombiano de la sonrisa perenne, tiene las fuerzas caducas. No pudo agarrarse a De la Cruz, que construía un puente hacia el resto de fugados, donde ondeaba el estandarte de la combatividad Guillaume Martin, el filósofo en fuga. El Movistar acaloró la ascensión. El Jumbo, que deseaba el racaneo, se acomodó en la retaguardia. Imanol Erviti, caballo de tiro, se olvidó de la fuga y trazó el descenso en La Mozqueta rapelando riesgo, un ejercicio de funambulismo sobre suelo peligroso. Húmedo el piso, un espejo en el tramo final de la bajada, Formolo patinó. Al suelo. También Amador, el protector de Carapaz, que rompió el sillín en el impacto. El costarricense, boqueante en el ascenso, era un lamento en el descenso. A De la Cruz, se le agotó la aventura. Le engulló el pelotón, alocado en la bajada, disparada la adrenalina en la coctelera del miedo.
El Movistar reseteó la etapa, con la idea de sacar de la zona de confort que promovía el Jumbo. Apretó el botón de reinicio a las afueras del Cordal, una montaña que se suelda con el Angliru. Perichon, Madrazo, Martin y Roux estaban condenados. La noche les cayó encima, salvo a Martin. Cattaneo y Luis León Sánchez aún respiraban unos palmos por delante del ritmo del Movistar, que gobernaba la subida al Cordal, ordenados los jerarcas en la foresta. Martin se recompuso y conectó con el dúo. En ese ecosistema, apareció de la nada Chris Froome, el campeón de todo, trabajador impecable. El británico arrastró a Carapaz. Espabiló el Jumbo y se evaporó el Movistar. Kuss, pendiente de Roglic, le pasó un botellín de agua. Frescor para la garganta en una subida que incendió el británico. El relevo de Froome destartaló a muchos. Medio kilómetro de calidad del británico no está al alcance de todos. Sus pedaladas abrieron heridas. El Cordal, un muro de lamentaciones, pasó sin cincelar más nombres de caídos.
Subida infernal
Cattaneo, Luis León y Martin corrían a la desesperada. Tachados. En realidad, frente al pánico que provoca el Angliru, mejor ir hacia él que quedarse paralizado y esperar que la montaña sepulte el ánimo. Una huida hacia delante. El Jumbo encendió las antorchas. El infierno se ilumina con fuego. Froome se quemó en él. Carapaz lo afrontó en soledad. El fondo de armario vestía a Roglic, que disponía de cuatro hombres con los que compartir el padecimiento. El Ángliru, huérfano de gente, de la cremallera humana que le cobijaba, era un desierto vertical. Gesink se deshojó tras estirar la agonía. Vingegaard se puso al frente. El primero en sufrir. En cámara lenta. Así se veían Roglic, Kuss, Carapaz, Dan Martin, Enric Mas, Vlasov, Carthy, Woods, Poels… Era una crucifixión. Se trataba de sobrevivir en el horror en una subida implacable. No había gritos, ni ánimo, ni voces amigas. Era un ejercicio de introspección en el dolor. Una tortura psicológica. Carapaz estaba en la cola del grupo. Mas hombreaba alrededor de Dan Martin y Roglic, a la estela de Kuss. Vingegaard descontó a Poels. El danés desconocido no dejaba que nadie engañara. Mas se fue deslizando de pura fatiga. Era un truco. Fake news.
Mas se alzó a 3,5 kilómetros. El repunte del mallorquín estrujó a Dan Martin, un agonista, torcido. Carthy se rebeló. Le siguió Vlasov. Roglic se desentendió de ese juego. Se ajustó a la cadencia de Kuss y a la mirada de Carapaz. Roglic y Carapaz se subieron al ring. En la Cueña les Cabres, una rampa mortal, 400 metros de paredón, con picos del 23%, Mas era un faro. Roglic y Carapaz continuaban su pelea. Carapaz alteró el paso. Guerrero. El ecuatoriano cazó a Mas y Carthy. Roglic se agrietó. Perdió la compostura y el semblante, enfangado en una cuesta con cepo. Le rescató Kuss. El norteamericano, un colibrí, aleteaba por el esloveno, en crisis. Todo sucedía lento. Roglic no levantaba la cabeza. Clavado en la carretera. Masticando bilis. Pero soportó la tortura. Minimizó pérdidas. Carthy iba ciego, pero el primero. Dislocándose en cada pedalada. Feo caminar, pero efectivo, Carthy se coronó en el Angliru, el infierno que quemó a Roglic y vistió de rojo a Carapaz, que rompió el empate de la Vuelta.