erfectamente podría haber ido él, el pequeño de los Rituerto Serrano, modelo y objetivo de los reproches del maestro Serrat, cuando puso música y gracia al ruego desesperado: “niño, deja ya de joder con la pelota…” que muchos padres y adultos, perdida la esperanza, soltaban al aire subido el decibelio y el gesto amenazante. Sergio se ha pasado la cuarentena con una pelota en las manos. Todo el rato. Le ha ido bien con las clases a pantallazos de ordenador y teléfono, video-llamadas y artilugios salva distancias. El toque, el roce, la proximidad y los afectos se los quedaba la pelota “o los calcetines enrollados para no hacer ruido al golpearlos contra la pared mil veces al día”. Pelota por el afecto y los calcetines por los efectos del ruido y daños. “Los chavales están hechos para trabajar así, conectados”, me dice Rosi, la madre. Los críos lo llevan bien. Sergio ha estado entretenido “y se ha apañado él solo”. Feliz con las matemáticas y la geografía, no tanto con la física, y atento a las instrucciones que el entrenador les ha hecho llegar cada día a través de la Red. Tablas de gimnasia, entrenamiento y pelota al gusto de Gorka González, primer responsable de la escuela de pelota del Txukun Lakua cuyo frontón cubierto, aún hoy, cumple como refugio de los sin techo. El niño con el pijama de rayas, Jara Bartzelonan y Nunca seré tu héroe le han mantenido ocupado el resto del tiempo por prescripción. El drama de dos niños que traban amistad desde dos realidades opuestas en un campo de concentración, la vida de una niña que se muda a Barcelona y las vicisitudes de un adolescente que se está construyendo a golpes de vida le han ayudado a ocupar el tiempo sin perderlo. “Y a las ocho los aplausos”, reclamaba la madre “todos los días”.

Su casa ha sido la fortaleza en la que guarecerse. Familia encerrada, familia protegida. “En cuanto llegaba a casa, me quitaba la ropa, la lavaba y me duchaba. Podía respirar por fin. El miedo y la ansiedad se quedaban fuera”, reconoce Rosi Serrano Bernabé, auxiliar de enfermería de 50 años que ha pasado 20 de los últimos 60 días, todas las mañanas, en la zona cero del contagio y la pandemia. La sexta planta del hospital de Txagorritxu. “No me das besos”, le decía Sergio, 14 años en septiembre, “preocupado pero tranquilo” según Rosi. Con Roberto, el marido, que no ha faltado un solo día al trabajo hasta antes de ante ayer, afectado por un ERTE al fin, como millones de ciudadanos, futbolistas de élite incluidos, ¡tiene cojones!, especialista con el arroz a la cubana y los revueltos para la cena. Hasta el gorro del parchís, de limpiar, de reciclarse, de la estática -“yo, la que más de los tres”- y de La escuela que quiero, libro de Mar Romera. Fortaleza y refugio, la casa, de la que “por fin salimos, por la ruta del colesterol que digo yo, por Yurre, Lopidana, Gobeo y los alrededores, ahora que se puede, los dos”, pie con pie, mano a mano con Roberto. En la fase anterior, cerca de casa le daban la vuelta al Gobierno Vasco, a Telefónica y el frontón de Txukun Lakua “y se me caía el alma”.

Rosi estudió para técnico de cuidados de enfermería en Molinuevo. Como indica el cargo, Rosi ayuda a la enfermera y asiste al cuerpo sanitario, recibe al enfermo cuando ingresa, le acomoda, toma la temperatura, hace la cama y si es preciso, asea y le da de comer. Ejerce en la sexta planta de Txagorritxu, en el ala de medicina interna donde empezó todo. La zona cero de la pandemia, escenario de trinchera y bayoneta contra el covid-19 donde apareció el primer caso reconocido como tal, aunque “todos creímos habernos enfrentado al virus bastante antes”. El 27 de febrero, un jueves, el virus rondaba por el ambiente, “pero mucho más los rumores”. No se habían registrado casos de infección, aunque el número de pacientes con neumonía se disparaba. Al día siguiente “comenzamos a mover enfermos presuntamente contagiados”. Ese fin de semana Txagorritxu tomó conciencia. El hospital entró en pánico. Comenzaron los controles al personal y los primeros confinamientos “de quienes hubieran tenido contacto con pacientes infectados”. Los sanitarios no disponían de EPIs, “no estábamos preparados, no teníamos información…”. Los técnicos de prevención y seguridad laboral, superados, trataban de “aleccionarnos como podían”. Aprendían algo cada día.

Marzo y la realidad chocaron de frente. Sin instrucción, con poca información y material escaso, sanitarios y enfermos “compartimos los peores momentos”. No conocíamos los protocolos, los equipos de protección individual llegaban “muy poco a poco” y la cuarentena separaba a enfermos y familiares “para desgracia de las personas mayores, que sufrieron mucho”. Las reglas cambiaban de un día para otro. “Aprendíamos por la experiencia del día anterior”, remarca Rosi, pero ni así “evitamos sentirnos superados y desbordados”. En el mes de marzo se desbordaron todas las previsiones. Los equipos de protección, racionados al principio , terminaron embotando a los sanitarios, “muertos de calor y cansancio; irreconocibles para los propios enfermos”: bata, babero, dos pares de guantes, calzas, gorro, gafas, pantallas, manguitos, mascarilla FP2 y quirúrgica por encima.

Sufrieron no más de cinco positivos, “no demasiados para lo que pudo ser”, y el primero, el de la doctora que se topó con el primer enfermo contagiado. Tuvieron que lidiar con la soledad y aislamiento de los enfermos, a quienes, al poco, “pudimos poner en contacto visual con sus familiares a través del móvil de la planta”. Asistieron a cada una de las despedidas de la mujer, de la hija, del familiar “tras la puerta, a lo lejos, con una botella de agua en la mano que nos debía pasar a nosotros para entregarla y, entre lágrimas”. Derrumbe y “el alma pisoteada”. Y los adioses últimos, con un solo familiar al lado y el ruego: “deja que suba mi hermana y se despida de nuestro padre”. Y, quizá, “el peor día de todos”, recién entrado el mes de marzo, “todo de color marrón”, hacia el día 7, cuando el agobio, el ansia, los miedos y la tensión provocaron que “a una de nuestras compañeras le diera un ictus”. Y al poco, positivo en la prueba del covid-19. “Aquel fue el peor día, el más horrible. Nos acojonamos mucho”. Y buena es Rosi, juez de pelota, madre de pelotari. Una mujer valiente y decidida que se enfrentó al bicho y auxilió a los enfermos. Lo pasó mal pero, en cuanto llegaba a casa, perdía el miedo y recuperaba el alma.