París. A la tarde en París, por primera vez en la historia, el viento fresco esparció entre las calles la melodía de Amicus, himno australiano en honor a Cadel Evans. La odisea que emprendieron Don Kirkham y Snowy Munro hacía 97 años había finalizado.
Para establecer un punto de referencia anglosajón a la hazaña, a Cadel Evans le piden en Grenoble, apenas 24 horas antes de ganar el Tour en París, que intente recordar la que se montó en Australia cuando el Australia II acabó con 132 años de monopolio estadounidense y ganó la Copa América de vela en el campo de regatas de New Port, en Estados Unidos, en 1983. "No recuerdo nada de eso", responde Evans, un ciclista duro como una piedra y una persona de piel gruesa, impenetrable, esquivo y hermético, de los que venden cara la llave de su confianza pero luego, dicen, se convierte en el amigo más íntimo, entregado y confidente que se pueda imaginar. Hay más intentos por hacer que Evans muestre algo de euforia. Le cuentan que en Australia, en las antípodas de Francia, al otro lado de globo, en las grandes ciudades, Melbourne, Camberra, Sydney, y en los pequeños pueblos rurales, las zonas despobladas del interior, las granjas, la modesta Katherine donde nació y se crió, los televisores han permanecido enchufados durante toda la noche, y la gente, sus paisanos, sus amigos, frente a la pantalla, ojipláticos, sin pestañear para no perderse ni una pedalada del primer australiano que gana el Tour de Francia, la joya de la corona, la Copa América del ciclismo, un deporte enraizado en Europa. Se lo narran así para ablandar su duro corazón y nada. "¿Seguro que ha sido así?", dice, media sonrisa, Evans. Desesperado, un periodista australiano ataca por última vez. "Pero Cadel, hasta el primer ministro ha dicho que el lunes será declarado fiesta nacional por tu victoria en el Tour. Están deseando recibirte allá. Todos quieren verte y abrazarte". No hay manera. "¿Fiesta nacional por un logro deportivo? No quiero meterme en política pero…". Esa noche, en el hotel de Grenoble -de allí volaron ayer por la mañana todos los ciclistas en avión hasta París- donde descansa, el ganador del Tour cena una hamburguesa con patatas fritas. Así celebra la culminación de su propia epopeya, iniciada hace diez años, cuando en un salto olímpico inverosímil dejó el mountain bike, donde lo había ganado todo, y se pasó a la carretera; así, sin exabruptos, celebra la culminación de la odisea, un viaje loco, que arrancó en 1914, cuando los australianos Don Kirkham y Snowy Muro se convirtieron en los primeros no europeos en correr y acabar el Tour. "Quizás", justifica Evans su frialdad, "necesite tiempo para asimilar todo esto".
Un símbolo A Christian Prudhomme, director del Tour, le cuesta bastante menos adjetivar la edición más apasionante en muchos años. Recuerda las postales: el ataque de Andy en el Izoard, "antológico"; el orgullo de campeón o Contador desbocado en el Telegraphe; la histeria francesa por Voeckler, las caídas, la tensión, el día a día taquicárdico del Tour… "y la victoria de Evans, que es un gran símbolo. Es emblemático de la globalización del ciclismo. Él es el primer australiano y el primer ciclista del hemisferio sur que gana el Tour. El primero que lo gana viniendo del mountain bike. Y, además, este año ha vencido en la Tirreno-Adriático y en el Tour de Romandía y ha sido segundo en la Dauphiné. Eso es importante porque demuestra que el ciclismo no se puede limitar simplemente a una carrera de julio. El Tour debe ser solo un episodio en medio de la saga", repasa Prudhomme.
Cuando habla de la globalización, inevitablemente, piensa en Armstrong, el americano que consiguió transformar la imagen del viejo deporte de la vieja Europa y lo transportó a la dimensión anglosajona, otro estilo, otra manera de ver, entender e interpretar el ciclismo. Evans, en parte, es hijo de esa revolución que no ha muerto tras la retirada del tejano. Como señal, los cuatro equipos anglosajones que corren el Tour, tantos como estatales e italianos y solo uno menos que franceses a los que Prudhomme regaló cuatro invitaciones.
Globalización es, también, que entre dos corredores noruegos, un país sin raíces ciclistas, los dos únicos que corren el Tour, Hushovd y Boasson Hagen, ganen cuatro etapas y lleven el amarillo unos días. O que un ciclista negro, el antillano Yohann Gené, participe y acabe por primera vez la carrera francesa. O que un británico se lleve el maillot verde y suba al podio en París, algo que no sucedía desde que Robert Millar ganara la montaña en 1984.
1914, comienza la odisea La globalización del Tour, de todas maneras, no acaba en Armstrong y tampoco comienza. Su raíz ni siquiera es estadounidense, sino australiana, el país de Evans. El país, también, de Kirkham, un granjero de Victoria, y Snowy Munro, los pioneros, primeros australianos y primeros no europeos que corrieron y acabaron el Tour en 1914. ¿Cómo llegaron a saber del Tour en la lejana y rural Victoria de entonces? Suele rememorar Rupert Guinness, autor de Aussie, aussie, aussier, oui, oui, oui, la historia de los australianos en el Tour, el viaje inciático de Munro a Europa en 1913, unas vacaciones en motocicleta durante las que se cruzó con el pelotón del Tour. Y cómo, fascinado por lo que vio, la pura aventura, unos tipos recorriendo Francia en bicicleta, por carreteras descarnadas, envueltos en polvo, llenos de barro, bajo la húmeda lluvia o el sol caníbal de julio, azotados por el viento, sedientos, hambrientos y cansados, regresó a casa convencido de que debía montar un equipo australiano para correr el Tour.
Organizó unas pruebas de selección de las que salió un grupo de seis ciclistas que viajó en barco a la vieja Europa. Llegaron en primavera y corrieron algunas carreras. La Milán-San Remo, la París-Roubaix… Solo dos, Kirkham y Munro, lograron llegar a julio para salir en el Tour y acabarlo. Hicieron incluso 4º y 5º en una etapa. La primera arrancó un 28 de junio en París, a las 3.00 de la madrugada. Horas después, en Sarajevo, asesinaron al archiduque Ferdinand y estalló la Primera Guerra Mundial. El Tour se refugió en las trincheras durante cinco años. Los australianos, los anglosajones, no regresaron a Francia hasta 1928.
Ese año se embarcó en el Tour Hubert Opperman. Partió de Australia a bordo del Otranto. Dormía en los camarotes más profundos, los del bussiness class, los más baratos. El ciclismo era un deporte pobre. El tenis era otra cosa. El equipo de la Copa Davis, Howman, Crawford y Petterson, viajaban en first class. Aquel Tour fue el de las canciones australianas que coreaban los ciclistas aussies en las etapas que amanecían nocturnas y oscuras. En aquellas etapas de madrugada se jugaba la vida Sandor Castile, que corría como el diablo en la penumbra para amanecer muchos minutos antes que el pelotón. Cuando le preguntaron por qué arriesgaba tanto en la penumbra, pedaleando casi ciego, respondió que lo único que deseaba era escapar del ruido de aquel coro infernal. Opperman fue uno de los grandes corredores australianos de la historia, batió 101 récords del mundo y luego, al retirarse, fue ministro en el parlamento federal. Una medalla que lleva su nombre recompensa hoy los méritos de los ciclistas australianos.
Phil Anderson, primer amarillo La globalización jugó al tenis, condujo coches, tiró triples, pegó patadas a un balón, nadó… pero le costó coger una bicicleta. Hubo que esperar hasta 1981 para que un australiano vistiera el maillot amarillo del Tour. Fue Phil Anderson, que lo llevó solamente un día, el mismo que un año después logró la primera victoria de etapa de un no europeo en la carrera francesa. Luego, los anglosajones cogieron la rueda buena. Greg Lemond subió al podio, segundo, en 1985. Y en 1986 impidió que Hinault ganase el sexto Tour y reinase por encima de Anquetil y de Merckx. Lemond logró otros dos Tours. Uno se lo quitó en París a Laurent Fignon -que fue homenajeado ayer en la salida de Creteil- por ocho segundos en 1989 y otro a Chiappucci en 1990. Luego el Tour volvió a quedarse en Europa. Fueron los cinco años maravillos de Indurain, las irrupciones de Riis, Ullrich, Pantani…
Los años 90 amanecieron con el dominio de Lemond y un nuevo siglo pasó página con la historia más alucinante en casi cien años de Tour: otro americano, Lance Armstrong, regresaba de la muerte para ganar el de 1999. No solo ese. Fueron siete julios consecutivos de barras y estrellas. Fue la época de O'Grady y McEwen, australianos musculosos, veloces, hechos en la pista. Armstrong claudicó, aburrido de ganar y ganando, en 2005. Esa tarde en París, Evans, octavo en el Tour, le pidió matrimonio a Chiara, pianista italiana. Desde entonces viven en Suiza, pero se casaron en París, adonde Cadel llegó después, 2007 y 2008, dos veces segundo en la general y frustrado. Pero, eso sí, no resignado. "Me gusta tener sueños, el Tour es uno de ellos y creo que esta vez lo puedo conseguir", decía al arrancar el Tour hace tres semanas. Ayer lo consiguió. Primer australiano en París. La victoria más trabajada de la historia del Tour había echado a andar 97 años antes en Victoria.