Al hablar de Eduardo Chillida, debemos hablar del espacio y, por supuesto, del tiempo: ayer se cumplieron 20 años del fallecimiento del escultor donostiarra, la efeméride del único hecho en esta vida del que decía que no había que temer, la muerte. Así lo afirma su hijo Luis Chillida, presidente de la Fundación Chillida-Belzunce, que accede a la propuesta de pasear por uno de sus espacios, Chillida Leku, museo que dirigió. Ahora esa responsabilidad recae sobre la catalana Mireia Massagué, después de que la galería suiza Hauser & Wirth se hiciese con la representación de la obra del que fuera miembro del Grupo Gaur. “Sin Hauser & Wirth, Chillida Leku sería un mausoleo”, asegura Luis. Y es precisamente eso, un mausoleo, un sepulcro al que el tiempo le ha comido terreno lo que Eduardo Chillida jamás quiso para el lugar en el que el tiempo, en este caso sí, debía oxidar el hierro de sus monumentales obras.

Ayer se cumplió el vigésimo aniversario de su fallecimiento, pero la familia ya tiene otra fecha en la mente. En 2024 se cumplirá el centenario del nacimiento de este artista. “Siempre es más bonito celebrar un nacimiento”, asegura Luis, que añade que ya piensan en conmemoraciones. No obstante, quiere dejar claro que aita no temía a la muerte porque sabía que era algo que a todos llega. Eso sí, matiza, el artista se puede marchar, no así su obra y lo que el donostiarra dejó en el plano terrenal, “era lo que quería dejar”. Su hijo cree que Eduardo era conocedor del “tiempo que le quedaba” y “fue acabando muchas de las cosas que tenía comenzadas”, como el caserío Zabalaga, que acabó de reformar en 1997.

Testigo de una vida, Chillida Leku actúa como un eco. Luis Chillida, uno de los ocho hijos que Eduardo tuvo con Pilar Belzunce, pasea por los terrenos del caserío Zabalaga, situados en Hernani y adquiridos en 1983, con idea de guardar las obras después de abandonar la galería Maeght. Luis camina por lo que le gusta llamar el “Chillida Leku para el siglo XXI”, un lugar de quietud y para la reflexión, el mismo entorno en el que se abrió por primera vez el museo en el 2000. Sobre aquel año a Eduardo le diagnosticaron Alzheimer; fue dos años antes de fallecer; once años antes de que Chillida Leku entrase en un “limbo”; diecisiete años antes de que una de las galerías más importantes del mundo concediese a la utopía de Chillida, y a todos los ciudadanos, una nueva oportunidad.

La caminata con Luis se inicia en el aparcamiento privado del museo, junto al hogar del que una vez fue guardés de los terrenos, Joaquín Goikoetxea, reconvertido en las oficinas de la Sucesión Chillida. A pocos metros, en unos contenedores negros transformados para una nueva vida útil, en cambio, se encuentran las estancias de los trabajadores de Hauser & Wirth. Las relaciones fluyen con normalidad, de una forma “natural”, explica Luis; las decisiones, también se toman consultando a la familia. Lo que ha cambiado, quizá, es que, en ciertas ocasiones, el primer interlocutor es la galería suiza.

Tiempo

Cada vez que Luis entra a los terrenos, siente, como no podría ser de otra manera, “estar en casa” con la satisfacción de que el sueño de sus padres “perdura”. Recuerda a su padre y a su madre. Del primero, trae a la memoria lo que le dejó “huella”, “el ejemplo, cómo era él, cómo actuaba, sus intereses, su honradez y su sinceridad”. Eduardo Chillida no hablaba por hablar, cuando lo hacía con sus hijos, lo hacía “con profundidad, quería transmitir algo”. De su faceta como artista evoca su respeto hacia las personas, los materiales y la forma de hacer, y también de trabajar, siempre con “un pie en el presente, donde todo sucede, pero en el límite en el que no sabes lo que va a ser”. “Lo veías dibujar y era una delicia, iba despacito siempre con la cabeza por delante, pensando y meditando sobre lo que hacía, eso que para él era muy importante, su trabajo, a lo que dedicó su vida por completo”, explica.

El concepto tiempo vuelve a asomar en la conversación: “A su proceso de creación le llamaba trabajar escuchando el presente, estar dispuesto a que las cosas pudiesen variar”. De hecho, Eduardo rehuía de todo lo que fuese organizado. “A los planificadores les llamaba cerradores de futuro”, ríe y luego añade que en la lógica de su progenitor, “en el mundo del arte, saber lo que se va a hacer no tenía ningún sentido”. La única manera de saber lo que vas hacer, defendía el escultor, “es haberlo hecho antes o haberlo aprendido”. “Por eso, para aita cada momento era único, un momento en el que se dejaba llevar por la intuición con ese pie puesto en ese presente que no es nada, en cuanto piensas en él, ya ha pasado”. Eduardo dejó escrito lo que sigue: “Creo que las obras conocidas a priori nacen muertas y que la aventura, al borde de lo desconocido, es la que a veces puede producir arte”.

El museo se dirige, precisamente, “hacia ese futuro que desconocemos”. Era necesario, considera Luis, que un proyecto de la envergadura de Chillida Leku tuviese una perspectiva que superase la de la familia, algo que “enriquece” el propio proyecto.

Lugar

El presente es ese punto sin dimensión que se asoma a lo desconocido. Aquí el tiempo se relaciona con el espacio. Precisamente, Chillida también dejó escrito que el estudio era su lugar favorito porque era en aquel lugar en el que pensaba, meditaba, escuchaba música, dibujaba mientras se enfrentaba a lo que no sabía. El estudio de Eduardo se encontraba encima del taller, una configuración que también ayuda a entender el pensamiento del “arquitecto del vacío”. No en vano, su lugar de trabajo reproducía la configuración que tenía el ser humano: la cabeza era el estudio; las manos y las entrañas; el taller. Ambos espacios, uno silencioso y el otro bullicioso, vibran en la misma frecuencia, la de la creación.

Continúa el paseo por Chillida Leku, Luis se detiene cada poco y señala alguna particularidad como el lugar en el que antiguamente, antes de la reforma, se encontraba una pista de tenis. Cuando Eduardo vio por primera vez el caserío de Zabalaga, a principios de los 80, y su entorno lo tuvo claro, “este era su lugar”. La escultura, de hecho, no podía desvincularse del entorno, defendía su padre, no es lo mismo que esté en un lugar, que en otro. “Aunque el universo del cuadro es lo que está dentro del lienzo, un cuadro puede estar en una pared o en otra, pero una escultura se relaciona con lo que tiene alrededor, está determinada por su escala o su posición”, comenta el hijo.

Diálogo

“Chillida Leku siempre será Chillida Leku”. El camino llega hasta Lurra, el espacio de restauración del museo. En las inmediaciones otra visitante del museo, la pieza Reaching Out, de 2,7 metros obra de Thomas J. Price, también representado por Hauser & Wirth. Se trata de la figura negra de una mujer que mira hacia un teléfono móvil, en vez de contemplar las campas de Zabalaga en todo su esplendor. A Luis Chillida le gusta el subtexto de la obra, la crítica a la generación que mira “a través de las pantallas”. Reconoce que hoy en día, a diferencia de la generación de su padre, el arte se ha vuelto efímero. Otra vez aparece el factor tiempo.

Precisamente, una de las novedades que trajo el nuevo periodo abierto por la gestión de la galería suiza fue la incorporación de artistas invitados al espacio expositivo. Luis Chillida reconoce que, cuando la familia gestionaba el museo, abrir el espacio dedicado a su padre a otros “no entraba en la cabeza”. No obstante, confiesa, siempre hubo algo que le hizo reflexionar. Eduardo huía del concepto “museo”, para él era un “lugar”, su “pequeña Euskadi con el caserío, las campas, el bosque...”. Desde luego, si algo no quería es que “Chillida Leku se convirtiese en un mausoleo”. En eso, el papel de los suizos ha sido determinante. Hauser & Wirth ha buscado que las obras o los artistas invitados que se expongan en el museo “dialoguen” con el trabajo o con la propia vida de Eduardo Chillida.

La relación con Hauser & Wirth fue “muy natural”, asegura el presidente de la Fundación que gestiona el legado del escultor. Desde su cierre en 2011, el museo pervivió “en un limbo” y se abría a demanda de los que los solicitaban, sobre todo, “viajes organizados del extranjero, tanto de museos o de coleccionistas”. “También venía equivocadamente gente que quería comprar medio museo y había que explicarles que nosotros no vendíamos”, ríe Luis. Lo que sí percibían era un “interés” claro de la gente de fuera, algo que terminó materializándose en 2017, cuando una de las trabajadoras de la sede neoyorquina de Hauser & Wirth se puso en contacto con otra de las hijas del escultor, Susana. “A partir de ahí fue todo rodado. Para la familia era muy difícil pensar en mantener Chillida Leku. Mis padres, por suerte, lo pudieron hacer, pero para nosotros era complicado”, comenta. “La sabia nueva que entró” –respetando lo que suponía el legado de Chillida y el parecer de la familia– pero dándole un nuevo impulso, “evitó que el museo fuese convirtiéndose en ese mausoleo” que tanto temía Eduardo Chillida.