Josu no iba en bicicleta como solía hacerlo hasta esa noche, la primera de la cuarentena. Caminaba sin rumbo por la silenciosa almendra de la ciudad construida sobre una colina. Imaginó que era Kafka, que tenía que buscar cuanto antes un lugar desde donde ponerse en comunicación con el Castillo. Pero, ¿cuál era el castillo a dónde tenía que llamar? Pensó también que era ridículo decirles nada ¿A quiénes? Pensó que no tenía que pensar. Haz las fotos y vete a casa. Pensó. Sacó la cámara del bolsón y empezó a mirar por el visor. Todo automático. Mira que le gustaba disparar en manual, ajustar diafragma, velocidad, acertar con la luz. Pero hoy no era el día. Nunca en su larga experiencia como fotógrafo había tenido la sensación que ahora le oprimía las manos. La ciudad entera y vacía para él. Algo con lo que siempre soñó. Pero era incapaz de apretar el obturador. Movía la cámara sobre su ojo encajado a un lado y a otro. No. No podía.
Dobló la esquina de Portal de Arriaga y con la mirada puesta en el murete que tapaba parte de la plaza de las Brullerías, comenzó a subir la pequeña curva de la calle Txikita. Había pocas ventanas encendidas. Tenía que hacer un par de fotos para el periódico de mañana. Todavía disponía de una hora antes del cierre. Se detuvo a la entrada de Kutxi, cerca de la taberna de Hala Bedi. Cogió otra vez la cámara, dispuesto a disparar costase lo que costase, como si tuviera un fusil en la mano. Pero de nuevo se descubrió inseguro. En la calle un silencio atroz. En su cabeza voces que se arracimaban como una telaraña de comunicaciones imparable, como si las conversaciones que se estaban produciendo en las casas de los edificios que dejaba atrás, se acoplaran a sus oídos, todas juntas, en zumbido percutor.
Se dejó caer por el cantón de Santa María y enfiló por la calle Francia sin rumbo fijo, sin saber muy bien hacia dónde le llevaban sus pasos.
Unos minutos más tarde, la silueta de Josu pasó por debajo de la ventana del dormitorio de Esther, quien tras cenar un yogur natural y un kiwi, se arropaba con un edredón blanco e inmaculado dispuesta a escuchar la radio desde su móvil, con la luz apagada, sin cascos. Antes de abrir la aplicación de la emisora, el móvil de Esther escupió un par de bips. Un mensaje en el whatsapp. Era Eduardo. Era su hijo. Eduardo llevaba lo menos diez años en Bruselas. Hablaban una vez al mes. No les tocaba hablar aquella noche. Su hijo solo utilizaba los was para cosas importantes. Esther se arrellanó un par de cojines detrás de la espalda. Encendió la luz de la mesilla. Cogió las gafas de cerca. Abrió el whatsapp.
"Sé que hablaremos la semana que viene, pero te cuento".
"¿Estás bien, hijo?"
Esther vio en la pantalla que no aparecía ningún mensaje. Miró arriba. Justo debajo del nombre EDUHIJO aparecía en cursiva el lema escribiendo. Se puso nerviosa. Muchos kilómetros más al norte, en Bruselas, Eduardo iba corrigiendo su pensamiento a medida que brotaba para conseguir que lo que deseaba contar a Esther, su ama, fuera lo más claro posible. Mientras tanto, Esther permanecía fija en el escribiendo, y otra vez lo miraba, y vuelta a mirar, clavada, EDUHIJO escribiendo, escribiendo, escribiendo. Ese rótulo que iba incansable de izquierda a derecha duró tanto que Esther empezó a cerrar los ojos, a quedarse dormida. Mientras esto ocurría en la pequeña ciudad, en Bruselas Eduardo seguía escribiendo un texto que llenaba la pantalla de su móvil así:
"Ama, las noticias que llegaron de Italia a mediados de la semana, fíjate, nos hicieron dejar de ir a las pizzerías de la plaza Flagey. Luego siguieron el resto de bares. Te digo que la angustia aquí se ha extendido a todo comercio, como si alguien hubiera lanzado una gran botella de vino caro sobre una mesa preparada para la comida. Mi fin de semana, ama, empezó con un paseo por el parque de Cinquentenaire. Te pongo los nombres de los sitios porque sé que te gusta, aunque nunca hayas estado aquí. Se habla de zonas de incertidumbre. Las distancias entre las bicicletas y los coches, por ejemplo. Los parques donde hasta antes de ayer todavía correteaban los críos. A mí, por ejemplo, el sábado por la tarde, se me echó un chavalín encima. Yo estaba con el móvil sentado en un banco y no me di cuenta hasta que el renacuajo se me agarró a las piernas. Pensó que yo era su padre. Cuando ambos nos miramos con cara de susto, y nos separamos, se puso a llorar y se fue."
En ese momento, Eduardo dejó de escribir y pulsó la tecla de Enviar. El doble bip de este mensaje despertó a Esther. Esther se puso a leerlo sin detallar que en la parte superior de su móvil, de nuevo surgía bajo el EDUHIJO, el mensaje rotulante de escribiendo.
Eduardo, desde Bruselas, tecleaba intenso. "Mucha gente, cuando oye hablar a alguien en italiano, se retira de golpe. El otro día lo vi. El italiano que se vio en esa situación frente a una chavala inglesa, le respondió estas palabras, Oggi sono io, domani sarai tu. Y tanto a la chica como a mí, que también, como ella, mantenía una distancia prudencial con él, porque era joven, un estudiante, seguro, nos corrió un escalofrío por el cuerpo mitad miedo y mitad vergüenza. Esto solo acaba de empezar. Bruselas tiene tanta gente de tantos países... Nunca sabes si la persona con la que te cruzas o sube el ascensor contigo aterrizó hace unas horas proveniente de Milán, o si esta mañana se reunió con un chino que vive en España y ha venido de visita para ver a su hijo que estudia aquí. Las miradas taladran, ama. Europa está dejando de existir, y que lo diga yo tiene delito. Te dejo. Te quiero. Te llamo el domingo". En ese momento Eduardo dejó de escribir y pulsó por segunda vez la tecla Enviar. Esther, su madre, recibió el mensaje con la etiqueta de Leer más en la parte baja de la pantalla de su móvil, y se puso a leerlo.
Mientras, Josu caminaba todavía sin tener muy claro hacia dónde se dirigía y sin saber muy bien si estaba en la pequeña ciudad o estaba en otro lugar. En su cabeza seguían las voces. Era noche cerrada ya. Ni un alma. Pero las voces. Las voces iban grapadas a él como recuerdos. Continuará...