MADRID. He de reconocer que mi relación juvenil con los calabacines fue bastante distante; no me hacía demasiada gracia. Bien es verdad que en mi entorno infantil y juvenil los calabacines no tenían mucho prestigio: no era una verdura apreciada por los gallegos.
Todavía recuerdo una ocasión en la que fuimos a visitar a unos parientes en la localidad lucense de Quiroga, en donde el Sil recibe las aguas del Lor, río al que Homero llamaría "fértil en anguilas". Paseando por la huerta vimos unos calabacines hermosísimos; demasiado hermosísimos, quiero decir muy grandes, que resultaron incomestibles. Pero preguntamos por qué no los recogían jóvenes, para cocinarlos, y nos dijeron, espantados, que "eso" lo cultivaban para los cerdos.
Mi redescubrimiento del calabacín llegó en Santa Cruz de Tenerife, cuando probé la variedad redonda y de piel clara que allí llaman bubango. El bubango es parte esencial del más bonito cocido español, el puchero canario. Pero el gran cocinero catalán Fermí Puig, que ejercía en un restaurante en la Rambla de la capital chicharrera, me puso delante unas flores de calabacín rellenas que cambiaron para siempre mi relación con esta cucurbitácea.
Hay cierta polémica sobre su origen. Muchos autores los hacen proceder de América; tal vez por eso no aparecen calabacines en el libro de Apicio el romano. Pero las calabazas eran conocidas en el Viejo Mundo: el propio Apicio incluye recetas con ellas, además de aparecer citadas en el Antiguo Testamento varias veces y hacer las veces de cantimplora hasta el punto de convertirse en parte del uniforme "reglamentario" de los peregrinos a Santiago.
Hoy aprecio, al menos moderadamente, el calabacín. Sé que es ingrediente importante de cosas que me gustan, como el pisto y su versión provenzal, la ratatouille llevada a la fama por la genial película de animación de ese nombre. Pero tampoco es una cosa que me haga pensar "cuánto me apetecen unos calabacines". No. Y eso que nunca olvidé unos patrióticos calabacines rellenos de bacalao, con sus cremas verde, blanca y roja, que me dio Juan Mari Arzak hará treinta años.
Pero últimamente he entablado una nueva relación con los calabacines, que los franceses llaman courgettes y los italianos zucchini, dos nombres que utilizan también los ingleses, tan aficionados a apropiarse de cosas ajenas. Se trata de ponerlos en ensalada, perfectamente crudos.
Nada más sencillo. Ustedes elijan calabacines frescos, pequeños y bien prietos; la piel debe ser brillante y la carne compacta. Una vez bien lavados, ármense con el pelador de patatas y vayan haciendo tiras, del largo que ustedes juzguen mejor, a modo de tagliatelle. Pueden desechar las exteriores, con piel; pero a mí me gusta el contraste de colores que dan unas cuantas tiras de brillante verde vivo. Hagan tiras hasta que se encuentren con las semillas: ese corazón se desecha.
Pongan esas tiras en agua bien fría, incluso con algún cubito de hielo: así les darán tersura. Escúrranlas bien, y pónganlas en la ensaladera. Añadan sal, mejor marina molida en molinillo; un poco de zumo de limón, que pueden (diría que deben) endulzar con un chorrito de jugo de mandarina, y un buen aceite virgen, a su gusto más o menos suave.
Finalmente, procedan a añadir con generosidad finas lascas de queso parmesano. Y ya está. El otro día, en casa, para aportar un juego de texturas, esparcimos por encima unos pistachos, que previamente habían pasado por la sartén para realzar su aroma; quien dice pistachos puede decir piñones. Y ahora sí que está lista para servir; yo no le pondría más cosas que pudieran alterar su sabor. Para mi gusto, es la máxima expresión del calabacín como primer actor.
No abundan las recetas para calabacín en nuestros clásicos: siempre fue un actor de reparto, de los injustamente llamados secundarios, del que hasta se prescindía sin miramientos: el bacalao "Club Ranero" suele definirse como un bacalao al pil-pil con un pisto sin calabacín. La 'Marquesa de Parabere' sí da recetas: tres en plan aperitivo y ocho como plato; pero en todas ellas el calabacín se cuece o se hornea.
Creo que, en ensalada, es más fiel a sí mismo, aporta color y textura. De todos modos, me temo que las llamadas crudités son más apreciadas por nuestros vecinos franceses que por nosotros. En casa, de todos modos, no es raro que saquemos para picar unos bastoncitos de calabacín y de zanahoria, con alguna salsa en la que mojarlos.
En fin, me he acordado de mi paisano 'Picadillo', que en su libro de recetas da dos para el calabacín y, en una de ellas, tras confesar que llevaba pensando un rato sin que las musas le concedieran inspiración, decidió rehacer otra receta suya. Y explicó: "no os sorprenda que, al fin / de tanta meditación / llegue a mí la inspiración / dentro de un calabacín".