Quienes hayan estudiado su bachillerato en los tiempos en los que se aprendían cosas hoy consideradas inútiles sin duda conocerán lo sucedido entre el primer emperador de la breve dinastía Flavia, Vespasiano, y su hijo Tito, a cuenta del impuesto establecido por el primero sobre la orina.
Vespasiano, que llegó al poder el llamado año de los cuatro emperadores (Galba, Otón, Vitelio y él mismo), dispuso, según cuenta Indro Montanelli, una serie de mingitorios públicos (en algunos idiomas aún se llaman vespasianas) de uso obligatorio, pero no gratuito. Si se orinaba fuera de ellos, multa al canto. Vamos, que había que pagar por hacer pis, sí o sí. Las arcas del estado se beneficiaban de esta normativa.
Pero Tito, cuya norma vital era "tó er mundo é güeno", lo que no le impidió arrasar Jerusalén en el año 70 y dejar el Templo reducido a lo que hoy es al Muro de las Lamentaciones, preguntó a su padre si no le parecía sucio el origen de esos ingresos. Vespasiano le puso una moneda bajo las narices y le preguntó si le olía a algo; ante la respuesta negativa, el César dijo lo de "pecunia non olet", el dinero no huele...
La moneda seguramente fue un denario, de plata. Ciertamente la plata no huele a nada. O eso creíamos. Pero el otro día abrimos un agradable sauvignon blanc manchego de cuna, y leímos su contraetiqueta, en la que se enumeran los olores que deberían notarse en el vino y, entre ellos, figura el olor a pimiento verde, pero no a un pimiento verde cualquiera, sino a un pimiento verde cortado con cuchillo de plata. ¡Nada menos!
Uno, en esto de la descripción de los vinos, lo ha oído todo. La cumbre la ocupa mi buena amiga Isabel Mijares. Sus descripciones, que han creado escuela, son famosas,
y lo mismo te llevan a un ambiente lúdico-erótico de fuerte componente rural que al fondo de una vieja sacristía o al pabellón de novicias de un convento. Isabel reúne sabiduría e imaginación descriptiva; yo la tengo por la Cunqueiro de los vinos.
La verdad es que en este terreno uno ha visto, oído y leído de todo. Cada vez que me he visto en la situación de enseñar a alguien no a catar, sino a disfrutar del vino, a la pregunta de "¿a qué te huele?" he recibido las más variopintas respuestas: frutas rojas, frutas de bosque, frutas a secas, frutos secos, maderas, especias, minerales... qué sé yo. Todas menos la más lógica para un principiante: "huele a vino". Pues claro, y si no huele a vino para qué vamos a seguir.
Lo que pasa es que uno aprende a obviar ese olor, a ir más allá, más que nada porque lo de oler a vino tiene unas cuantas connotaciones peyorativas, y busca otras notas olfativas. Hay tantas que no es difícil dar con ellas; un poco de práctica, cierta memoria olfativa, algo de poesía... y queda uno como un príncipe, sobre todo si dice que el vino huele a algo que nadie sabe lo que es.
Pero lo del cuchillo de plata me ha superado, he de reconocerlo. Cuando empezaron a ser conocidos en España los cabernet-sauvignon, se solía asociar con ellos el olor a pimiento verde, más o menos pronunciado. Si hay pimientos en un cabernet-sauvignon (cuanto mejor, menos pimiento), por qué no va a haberlos en un sauvignon blanc. Yo no los encuentro por ningún lado, pero a lo mejor es problema de mi pituitaria.
Supuesto que, efectivamente, haya pimiento, queda el importante tema del corte. He cortado en varios trozos un pimiento verde usando para ello un cuchillo con hoja cerámica, japonés; otro con hoja de acero, alemán, y un cuchillito de hoja de plata, español. En lo que respecta al olor del pimiento, no he sido capaz de detectar la menor diferencia entre lo cortado con un material u otro.
Pero no me dirán que no es bonito: pimiento verde cortado con cuchillo de plata. Se siente uno transportado a otros mundos, a otras épocas, con un aroma decididamente demodé, propio de ambientes como los de aquella espléndida serie inglesa que en español se llamó "Arriba y abajo". Un cuchillo de plata para picar pimientos... ahí es nada.
Cosas del vino. Ya ven ustedes cómo la simple lectura de una contraetiqueta nos lleva a hacer algo magnífico, que es hablar de vino; es bien cierto que el vino excita la locuacidad. Y hablar de vino nos puede llevar muy lejos, porque en el vino hay muchísimas historias que hay que saber escuchar. De momento, este blanco manchego nos ha llevado a la Roma de los Flavios, a la destrucción de Jerusalén, al origen de los urinarios públicos... Es otra forma de disfrutar de algo que está hecho, precisamente, para disfrutar: el regalo de los dioses, la más noble de las bebidas, sencillamente... el vino.