Una de esas impresiones que seguramente carecen de importancia, pero que sin que uno sepa por qué permanecen en la memoria, fue la que me causó, en mi ya lejano primer viaje a Roma, ver al conductor de uno de esos coches de caballos que pasean a los turistas, a eso del mediodía, sentado en el pescante comiéndose unos espaguetis.

Era una bonita mañana de agosto, de calor verdaderamente romano. El auriga usaba, a modo de fiambrera, un tarro de cristal que había contenido café soluble. Recuerdo que lo que más me extrañó fue el hecho de que comiera su pasta fría; al menos, supuse que estaba fría. El hecho de que comiera en una pausa del trabajo sin abandonar su puesto también me pareció algo inusual. Su sucedáneo de fiambrera, bueno, cada cual se las arregla como puede, pensé. Por entonces -mediados de los 70- lo de llevarse en una fiambrera la comida al trabajo no era una cosa muy usual en España. No por nada, imagino, sino porque la jornada laboral general daba tiempo a irse a comer a casa: a mediodía había tiempo suficiente para salir del trabajo, tomarse el aperitivo, comer en casa y hasta descansar un poquito antes de volver. Lo de la fiambrera era una cosa que todos recordábamos, pero no en plan laboral, sino porque cuando los fines de semana salíamos de excursión, o íbamos, los que vivíamos en la costa, a la playa, nos llevábamos la comida -aquellas tortillas, aquellos filetes empanados...- en una fiambrera.

fiambreras para los viajes También se veían fiambreras en aquellos eternos viajes en tren, cuando uno tenía una idea más o menos exacta de la hora de salida, pero no tenía tan concretada la de la de llegada, completamente aleatoria. Los ocupantes de los vagones de tercera, y aun muchos de los de segunda, sacaban su fiambrera a la hora de comer, o cuando tenían hambre, y saboreaban su contenido. Las fiambreras ferroviarias fomentaban la comunicación entre viajeros: "¿Ustedes gustan?" "Hágame el favor de probar esta tortilla que hace mi señora". "Pruebe usted estas albóndigas, no me las desprecie"... Hoy, en el tren ya no se entabla mucha conversación con los compañeros de viaje.

En las páginas de escritores como Díaz Cañabate o Martínez Llopis hay múltiples referencias a los albañiles -entonces se decía así, no obreros de la construcción- que, a la hora de comer, desplegaban su servilleta, sobre la que colocaban la fiambrera que albergaba el piri o cocido cotidiano, lo que les permitía establecer comparaciones entre el suyo y los de sus compañeros. Era, pensábamos en los años del desarrollismo, una cosa de otros tiempos.

¿Cosa de otros tiempos...? Cosa de ahora mismo. Hoy vivimos más lejos de nuestro trabajo, las ciudades han crecido, los desplazamientos son largos y, en consecuencia, exigen un tiempo del que no disponemos. La pausa del mediodía se reduce cada vez más, y no hay tiempo para ir a comer a casa... donde lo más frecuente es que tampoco haya nadie a esas horas, ya que el cónyuge estará en su trabajo y los hijos en sus cosas o con una bandeja frente al televisor.

De manera que ha vuelto la fiambrera. Bueno, no exactamente la fiambrera, sino lo que todos llamamos -la Real Academia aún tardará unos cuantos años- táper, de tupperware. Cada vez más gente se lleva su táper al curro, y cada vez hay más lugares de trabajo en los que se han colocado hornos de microondas para que los empleados se calienten su comida; he aquí un uso verdaderamente útil del microondas.

Llega la hora de comer, cada cual saca su táper, incluso de mochilas isotérmicas muy chulas, se lo calienta en el micro y come con los compañeros en la propia oficina, en un lugar habilitado para ello o, si tiene suerte, al aire libre en algún parque cercano. Come acompañado, come comida hecha en casa y de su gusto... No están los tiempos para ir a diario a una casa de menú del día, por mucho que éstas afinen, que lo hacen, sus precios. Se lleva uno su comida en su táper... y listo. La cosa toma incremento, y ya hay empresas que facilitan platos y cubiertos a sus empleados, y hasta cuentan con personal específico para la limpieza de toda la infraestructura. Y en las revistas aparecen "recetas para comer en el trabajo".

Y así se come razonablemente bien, la tan alabada "comida casera", en compañía, por un precio asequible... y hasta se fomenta esa vieja relación de aquella gente verdaderamente de primera que viajaba en los vagones de tercera: "oye, prueba estas lentejas, que están buenísimas"; "Vale, y tú acéptame unas croquetas". Eso sí que fomenta las RRHH, entendidas no como recursos humanos, eufemismo con el que designamos hoy en día al siempre antipático departamento de personal, sino las relaciones humanas.

Y es que nada es tan proclive al establecimiento de comunicación como el hecho de comer juntos, de compartir, por lo menos, la hora. Y, por qué no, hasta la comida. En táper, naturalmente.