Escribo este artículo con la impresión de que será leído con más interés por aquellos que el 23 de febrero de 1981 vivimos, y guardamos en la memoria, el golpe de Estado que protagonizaron militares y guardias civiles rebeldes aterrorizando a una gran parte de la ciudadanía durante las horas en que pareció que iba a resultar exitoso. Carlos Fonseca fue uno de aquellos testigos. Periodista y escritor de obras de ficción y ensayo, autor entre otros éxitos de Las trece rosas rojas llevado al cine, nos presenta ahora su último libro 23 F, La farsa, Historia de una investigación amañada” (Ed. Plaza y Janés).

Fonseca nunca se creyó la versión de los hechos declarados como verdad de lo ocurrido, recogidos en las sentencias con las que se dio el carpetazo judicial y político a la asonada militar. La versión oficial tenía un propósito no declarado: que la historia fuese lo que debía ser y no la que realmente fue, para que nadie pusiera en duda el papel que jugaron las instituciones del momento y las personas que las representaban, en torno a las cuales se construyó una aureola de dignidad no siempre merecida y en muchos casos injustificada. En consecuencia, después de una instrucción predeterminada que duró apenas cuatro meses, se concluyó que los treinta y dos militares y el único civil encausados fueron los únicos responsables de un golpe que fracasó por la intervención decidida del rey Juan Carlos I y la lealtad inquebrantable del Ejército a la Constitución. Y esa fue la verdad judicial, sin profundizar en la responsabilidad de los 288 guardias que asaltaron el Congreso; que otros 154 miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado tuvieran contactos de diversa intensidad con los alzados; así como otros 114 civiles y militares que aparecían citados en las conversaciones telefónicas intervenidas.

Solo 33 procesados

En ninguno de los 15.000 folios que engrosaban el sumario se informó sobre pesquisa policial alguna de investigación del resto de los señalados. El juez instructor, general togado José María García Escudero, con la aquiescencia del presidente de gobierno Leopoldo Calvo Sotelo y del propio rey, estuvieron de acuerdo en limitar las responsabilidades penales a los mandos más significados del golpe. El instructor consideró que 33 procesados era una cifra intermedia entre la impunidad de no acusar a nadie y el delirio, así lo llamó, de acusar a todos aquellos que realmente habían intervenido en la intentona, incluidos los altos mandos militares que se mantuvieron a la espera hasta que el golpe finalmente fracasó. El militar es cauteloso y miedoso ante situaciones que ponen en peligro su carrera, es decir su medio de vida. Valga, por todos, el caso de Francisco Franco, militar rebelde solo dispuesto a iniciar una guerra si previamente tenía asegurada su paz económica. Franco, a quien el general golpista Emilio Mola llamaba despectivamente “Miss Canarias” por sus titubeos en los preparativos del golpe de estado del 18 de julio de 1936, se sumó al alzamiento una vez que el banquero Juan March, financiero de la sublevación, garantizó para él y a su familia un buen retiro en caso de fracaso. La otra cara de la moneda, la del fracaso de una intentona, es el precedente del general Sanjurjo, cabeza del primer golpe de estado contra la República en 1932. Interrogado por el juez militar sobre con qué fuerzas contaba para el empeño, le contestó: “Si hubiera triunfado, con todo el mundo, usted el primero, pero como fracasé, con nadie”.

Esa lección la tenían bien aprendida los generales titubeantes a la espera de que lado caía la moneda mientras que el golpe del 23-F se desarrollaba. Muchos sabían de los preparativos, casi todos eran partidarios de “un golpe de timón” para “acabar con el terrorismo y enderezar la nave del estado escorado por las reivindicaciones autonómicas y la incapacidad de un presidente, Adolfo Suárez”, constantemente denostado por el rey. Pero todos a la chita callando. Nada más falso que lo que escribió el juez instructor para justificar el escaso número de acusados a la vista de la magnitud de los hechos: “en toda rebelión los hechos suelen desarrollarse a la vista de todos, y corrientemente no pueden estar más claros”. Claro, siempre y cuando se aparte la vista de la trastienda, normalmente nueve décimas partes de lo que queda visible, proporción iceberg podríamos decir. Una gran parte de los generales dudó en un principio. Según cuenta en sus memorias Alberto Oliart, ministro de Defensa posterior al golpe, solo tres de los once capitanes generales fueron leales a la Constitución: Quintana Lacaci (Madrid, I Región Militar), Polanco Mejorada (Burgos, VI R.M.) y Delgado Álvarez (Granada, IX R.M.). El resto se mantuvo a la espera de los acontecimientos, como el mismo rey, de manera que todos, constitucionalistas, golpistas y dubitativos, creían ser leales a la corona. Lo que, paradójicamente, era cierto porque el propio rey, jugando con las tres barajas –lo que en la historia de España llaman borbonear– no supo con qué carta quedarse hasta que concluyó que el golpe había fracasado.

El impulsivo y arrogante Jaime Milans del Bosch, capitán general de Valencia (III R.M.), era un monárquico franquista y como el propio general Alfonso Armada, cabeza del golpe, exmiembro de la División Azul (voluntarios pronazis desplegados contra el Ejército Rojo en la II Guerra Mundial). Líder indiscutido de la División de Infantería Motorizada “Maestrazgo nº 3” que cumplió sus órdenes sin titubear, ocupó Valencia con carros de combate. El golpe en Valencia se puso en marcha a las 7 de la tarde del domingo 22 de febrero coordinado por el coronel Ibáñez Inglés, hombre de confianza de Milans del Bosch. Ibáñez Inglés redactó el bando militar tomando como referencia la declaración del estado de guerra proclamado por el general Emilio Mola el 19 de julio de 1936 en Pamplona. En realidad no se esforzó mucho, pues resultó una copia de aquel. Militarizaba los servicios públicos, prohibía las huelgas siendo considerado sedición el abandono del puesto de trabajo, quedaban proscritas las actividades públicas y privadas de los partidos políticos, las reuniones de más de cuatro personas, establecía el toque de queda de nueve de la noche a seis de la mañana y sometía a la jurisdicción militar en juicio sumarísimo a los que se opusieran a los agentes de la autoridad o injuriaran al personal militar. La acción estaba sincronizada con la toma del Congreso, el gobierno en pleno y todos los diputados presentes, por una fuerza de guardias comandada por el teniente coronel Antonio Tejero Molina, quien había conocido de primera mano los embates de ETA cuando desempeñaba la función de jefe en Gipuzkoa del instituto armado. Insubordinado persistente, fue varias veces sancionado y llegó a planificar la Operación Galaxia (antecedente del 23-F) junto al capitán Ricardo Sáenz de Ynestrillas por la que ambos fueron condenados a penas leves.

El asalto al Congreso pilló ¿por sorpresa? a casi todos. “Ex notitia victoria” (Saber para vencer), era el lema del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa, antecedente del CNI, servicios secretos españoles). Preguntados durante la instrucción de la causa dijeron, aunque los rumores estaban en todas partes, que no tenían noticia cierta del golpe. Pero algunos de sus hombres hicieron algo más grave que no enterarse. Al menos dos de sus agentes intervinieron directamente. El capitán Gómez Iglesias, coordinador de las fuerzas que tomaron el Congreso, y el comandante José Luis Cortina (luego absuelto, sin que el fiscal recurriera), pieza clave en el contacto entre Armada y Tejero a quien Milans le dijo que era hombre de absoluta confianza.

Los asaltantes llegaron al Congreso en cuatro autocares alquilados por Carmen Díez Pereira, esposa de Tejero. Carmen Díez declaró que, en noviembre de 1980, en el transcurso de un acto en el Hotel Aránzazu de Bilbao, convenció a un tal Sedeño, veterano de la División Azul, para que le ayudara a comprar autobuses baratos para una familia amiga vasca extorsionada por ETA que quería montar en Madrid una empresa de transportes. Reconózcanme que hay algo de menestral y doméstico en la participación de la mujer del guardia civil golpista; la “casa cuartel” entendida como una sola cosa. La toma del Congreso fue en tropel y violenta. Treinta y ocho impactos de bala en el techo del hemiciclo cuya reparación tuvo un coste estimado de 1.057.280 pesetas; empujones e intento de derribo agarrando por el cuello, entre ellos un oficial y el propio Tejero, al vicepresidente general Gutiérrez Mellado; encañonando al director de la Guardia Civil general Aramburu Topete cuando trató de disuadir a Tejero de que depusiera su actitud; vejación a los diputados con turnos de uso de los wáteres al albedrío de los atacantes. El capitán Jesús Muñecas Aguilar, quien había servido en Gipuzkoa a las órdenes de Tejero, se dirigió a los diputados secuestrados con su célebre y enigmático: “Vamos a esperar un momento a que venga la autoridad militar competente para disponer lo que tenga que ser y lo que el mismo diga a todos nosotros”. Tras sus palabras se inició una espera seguida con miedo y aprensión por los parlamentarios, y un largo relajo para la mayoría de la fuerza ocupante. Las consumiciones de los guardias en la barra del bar del Congreso ascendieron a un importe de 200.021 pesetas, en detalle: 4 botellas de champán Moët Chandon, 9 botellas de Nec Plus Ultra, 6 de Codorníu, 4 de whisky Chivas, ron y vodka, brandis Fundador, Lepanto, Torres, ginebras Beefeater, Larios, MG, barras de chorizo, latas de espárragos, tarros de ahumados, 26 kilos de naranjas, 22 paquetes de pan de molde, tabaco por 58.400 pesetas. Incluso dejaron entre 4.000 y 5.000 pesetas de propina, como acreditó Juan Cejudo del servicio de Intendencia del Congreso dando parte de las facturas. La alegría del gasto y la largueza de la propina constituyen una buena prueba de la celebración de antemano por parte de los asaltantes de un triunfo que daban por seguro.

Mientras tanto, en la División Acorazada Brunete nº 1 acantonada en Madrid, tanto Guillermo Quintana Lacaci, capitán general de la I Región Militar, como el general José Juste Fernández, jefe de la División, eran ajenos a la asonada que solo conocía el coronel José Ignacio San Martín, principal acusado en el juicio por la fallida y caótica rebelión de la acorazada, también llamada Gran Unidad por su potencia de fuego. Con el despliegue de las tropas iniciado, Juste telefoneó a el palacio de la Zarzuela para comprobar si, como le habían transmitido sus subordinados, el general Alfonso Armada –pivote sobre el cual convergían todos los conspiradores–, se encontraba allí para comandar el golpe junto al rey (al que el propio Armada calificaba de voluble y que por tanto precisaba de su asistencia presencial).

El fracaso del golpe

Esa conversación resultó determinante para el devenir del golpe en Madrid. El general Sabino Fernández Campo secretario de la Casa Real le contestó: “Ni está ni se le espera para nada”. La contundencia del asistente real motivó que Quintana Lacaci ordenase el inmediato repliegue y acuartelamiento de las unidades movilizadas. Así y todo, el rey dio el visto bueno para que Armada se reuniera con Tejero en el Congreso para negociar una salida política, siempre que no se hiciera en su nombre. La gestión resultó fallida por no aceptar Tejero otra autoridad que la de Milans del Bosch y menos aún el gobierno de salvación nacional que Armada le proponía encabezado por el mismo y con ministros socialistas y comunistas incluidos. La falta de acuerdo entre Tejero y Armada durante su encuentro en el Congreso, entre las 24 horas del día 23 y las 1,15 del 24, propició el fracaso del golpe. Precisamente a la 1,14, se emitió por TVE el mensaje del rey condenando el golpe y ordenando la vuelta a los cuarteles de las unidades desplegadas. Nunca sabremos con exactitud lo que Tejero y Armada hablaron, solo podemos hacernos una idea por medio de sus declaraciones judiciales con versiones diametralmente opuestas. Armada propuso un gobierno presidido por él y con Felipe González, Múgica Herzog y Solé Tura entre otros. El juez García Escudero de Tejero concluyó sobre el estado de ánimo de Tejero que “su apreciación es que le habían dejado solo”. Eso mismo dijo su familia: “¡Le han dejado tirado como una colilla! ¡Te han dejado otra vez solo, papaíto!” (conversación telefónica grabada entre Carmen Diez y Tejero); “Lo que quería es cargarse las provincias vascongadas (sic) y acabar con el terrorismo. Luego se ha echado para atrás todo el mundo” (Ramón –Moncho– Tejero, a Marisa –mujer de Bilbao–). Ambas conversaciones grabadas fueron aportadas al sumario, al igual que todo el resto de cintas y transcripciones de las conversaciones telefónicas, pieza separada al rollo nº 2, que el juez instructor calificó de irrelevantes. ¡Increíble! La vista del juicio acabó con la absolución de 11 de los procesados y la condena de los 22 restantes. Milans y Tejero a treinta años con petición del Tribunal militar para reducir la “rigurosidad” de la pena a 20 años por medio de indulto. Los generales Armada y Torres Rojas fueron condenados a 6 años cada uno. La benevolencia del tribunal llevó a la fiscalía a recurrir la sentencia, y el Tribunal Supremo (jurisdicción civil) en sentencia de 22 de abril de 1983 elevó las penas. Armada fue condenado a 30 años, Torres Rojas a doce, Ibáñez Inglés a diez y así sucesivamente doblando la pena a casi todos. Cumplieron efectivamente entre seis y doce años de prisión.

La ley de secretos

Han transcurrido cuarenta y tres años y apenas conocemos la punta del iceberg golpista. ¿Qué participación real tuvieron los ocho capitanes generales que no se opusieron al golpe desde su inicio? ¿Y los empresarios, y directores de medios de comunicación grabados en las cintas incorporadas al sumario y nunca investigados? ¿Y el rey Juan Carlos, sus conversaciones con Milans, Armada, y el resto de oficiales generales, de las cuales la Casa real dijo no tener grabaciones? La rebelión fue mucho más extensa de lo que fijó la sentencia como verdad histórica. Así lo reconoció Joseph Luns, secretario general de la OTAN, quien el 16 de abril de 1981, apenas dos meses después de ocurridos los hechos, en una conversación con George Bush (padre) –vicepresidente con Ronald Reagan– dijo: “Ahora tenemos pruebas de que el intento de golpe de Estado contra la democracia española era mucho más grave de lo que se pensó en un principio”. Conocemos esta declaración de Luns porque parte de los informes del Departamento de Estado estadounidense han sido desclasificados. No así la documentación oficial española, a buen recaudo amparado por la franquista Ley de Secretos Oficiales de 1968 aún vigente, y la Ley de Patrimonio Histórico. Incluso en la Ley de Memoria Democrática de octubre de 2022 en cuya disposición final sexta se recoge el compromiso del gobierno de presentar en el plazo máximo de un año, un proyecto de ley que modifique la Ley de Secretos oficiales de tiempos de Franco, insisto. De esa manera se trata de garantizar el acceso público a los archivos de la Administración General del Estado referidos a la Guerra Civil y a la dictadura pero quedando excluida la documentación referida a la Transición y al golpe de Estado del 23-F. Éxito para el libro de Carlos Fonseca que cuenta con detalle y rigor lo que he tratado de sintetizar con en este artículo. Fracaso para todos nosotros incapaces de torcer el brazo tanto del gobierno español actual como de los precedentes forzándoles a desclasificar la documentación del 23-F. En España, la hora de la verdad es nunca.