En una sociedad considerada secular como la francesa, donde cinco millones de personas conforman la comunidad musulmana, se ha prohibido la utilización de la abaya, y el qamis, en los centros escolares, porque viola el principio de laicidad propio del estado. Es oportuno recordar que, en Europa, el triunfo del liberalismo burgués como ideología dominante, con la separación entre religión y gobierno, tiene un significado histórico que también afecta a otras cuestiones de enorme complejidad, aunque hay quienes hoy lo simplifican y mantienen las tesis decimonónicas de enfrentamiento entre ciencia y religión para separar ámbitos. En realidad, es el fundamentalismo el sector que hoy postula que la Biblia es la única fuente de revelación y de conocimiento, por lo que la ciencia no debe contradecirla. Esta ideología persigue mantener un mundo, supuestamente ya superado, donde predomine la religión porque, según afirman, la aceptación del mundo liberal trae la desintegración moral.

La abaya, ¿en una sociedad secular o postsecular?

Ciertamente, la secularización fue vital para la configuración del mundo moderno occidental, pero se puede decir que el orden social que ha resultado en la actualidad mantiene, de hecho, la aceptación de la injusticia, y una vida de sufrimiento para extensos sectores de la humanidad. El caso es que, si la crítica a la secularización implica el retorno a formas conservadoras y anacrónicas como el fundamentalismo, el resultado es sin duda negativo. Y es preciso reconocerlo, pero cuando mencionamos las religiones, estamos hablando del ochenta por ciento de la humanidad. No es de extrañar, por tanto, que algunas críticas hacia la modernidad vuelvan los ojos hacia la religión como un elemento a tener muy en cuenta. Dice el profesor Juan José Tamayo que “el futuro de la humanidad no puede construirse contra el islam, ni al margen del islam, la quinta parte de la población mundial, sino en colaboración con él”. Hay sectores en el interior que se excluyen a sí mismos, pero la afirmación es sugerente también respecto a otras religiones.

Conviene reconocer también que, en Francia, existen muros sociales respecto a personas provenientes de otros países, países que, por cierto, fueron invadidos en otro tiempo. Se habla de la necesidad de integración en la sociedad secular, pero si el resultado no es positivo en la cuestión social, el islam, en concreto, llega a significar para algunas poblaciones algo así como un pegamento invisible de la vida social. No podemos simplificar, pero es un hecho que hay narrativas que consideran a la mezquita como el núcleo adoctrinador y reclutador de terroristas; y hay narrativas que indican que la mezquita es referencia de la comunidad que atiende asuntos cotidianos, allí donde la exclusión, la falta de trabajo, y la dureza de vivir sin expectativas para el futuro son una realidad. Y la mezquita, el Corán, o una manera de vivir sociológicamente una religión, son un baluarte contra el riesgo de desintegración de una comunidad. Cuando arden los banlieues en París, arde la punta del iceberg de una protesta por la desprotección y falta de integración, y se va más allá de una pura cuestión que debate sobre la presencia de símbolos religiosos en el espacio público. Cualquier símbolo de una comunidad, que se quita sin que la comunidad esté de acuerdo, no hace diferencia entre el rechazo a esa comunidad y el rechazo a su religión. Hay inmigrantes que llegan pensando que la verdadera vida estaba más al norte. Cuando pasan generaciones y esto no se ha producido, aunque hayan mejorado algo el nivel, se plantea un cambio de fondo, que a veces se manifiesta de manera brutal.

El cambio a la secularidad es la transición de una forma de vida de comunidad a una vida de sociedad, y esa vida de sociedad se da en muchos ambientes de Francia, y otros países, donde la vida gira en torno al mercado, a la tecnología, a una sociabilidad que se elige, a un concepto de libertad muy amplio, aunque luego no sea tan real. En esos casos, la sociedad no depende de un centro religioso, y se seculariza. Pero en los colectivos en los que el Estado no posibilita ese acceso al bienestar, se mantiene la reorientación en torno a su propia cultura, de la que es parte importante la religión. Idealmente, en un estado democrático, todo está al alcance de todos los colectivos, pero cuando determinados colectivos ven que eso es inalcanzable, las reacciones son imprevisibles. Cuando el encantamiento de vivir en la sociedad del bienestar sin bienestar, falla, vuelve a remitir a las personas a reforzar el vínculo con el colectivo con el que se identifica, con religión o sin ella. Y es necesario hablar de colectivos y de culturas, porque todo tiene sus excepciones, pues podemos observar que en el Reino Unido el primer ministro Sunak, y la ministra del interior Braberman, pueden implementar las políticas más duras contra la inmigración, a pesar de sus orígenes, pues su comunidad de origen no es su referente, sino que es el dinero de la sociedad secular.

Se dice que los atentados del 11 de septiembre de 2001 han significado un cambio de paradigma, pero no está claro en qué consiste, pues determinadas acciones bélicas, que se implementaron desde esa fecha, quizá han complicado más la situación, no sólo por las situaciones creadas en los países en los que se ha sufrido la guerra, sino por el incremento de fundamentalismos de todo tipo que, por cierto, propugnan más odio y enfrentamientos mutuos, pues algunos fundamentalismos colocan en su diana a otros fundamentalismos.

En este contexto, no es ocioso tener en cuenta al filósofo Jürgen Habermas que, a pesar del auge del fundamentalismo religioso y su deriva en formas de violencia política, y de actuaciones violentas ante esa violencia, reflexiona sobre el papel de la religión hoy, y su relación con las mentalidades seculares. Parte de la idea, compartida por numerosos sociólogos, del crecimiento de la religión en el mundo contemporáneo, que en parte desmiente la perspectiva ilustrada de que la ciencia y la técnica traerían consigo una sociedad secular sin religión, y llega a decir que el modelo de secularismo típicamente europeo es más bien una excepción. En Mundo de la vida, política y religión afirma que “La religión mantiene la conexión con una fuente arcaica de solidaridad social a la que el pensamiento secular no tiene acceso”. Y se pregunta con suma audacia si es verdad que el secularismo es una posición cognitiva superior a la conciencia religiosa.

Habermas llega a decir, también, que la sociedad de hoy es “postsecular”. Con esa expresión habla de una sociedad en la que la religión ha de coexistir en pie de igualdad con las mentalidades seculares, y reivindica sus derechos en el espacio público. Indica que hay importantes experiencias humanas que el pensamiento secularizado no ha sido capaz de articular con la misma profundidad, y que, a pesar de las aportaciones del pensamiento renovado desde la Ilustración, la religión puede seguir proponiendo razones para actuar moralmente y establecer motivos de solidaridad. En Qué significa una sociedad postsecular, donde aboga por el diálogo y la tolerancia, llega a afirmar: “El principio de la tolerancia solo se libra de la sospecha de ser una tolerancia arrogante si las partes en conflicto se ponen en un plano de igualdad y llegan a un entendimiento recíproco”. En esa sociedad postsecular, por tanto, sólo de este modo es posible evitar la discriminación de grupos culturales para los que la religión tiene mucha importancia. Y “en la medida en que las comunidades religiosas logren evitar el dogmatismo y coacción en las conciencias”, las sociedades no pueden permitirse renunciar a las fuentes de identidad y solidaridad que siguen aportando hoy las religiones.

Por supuesto que las reflexiones de Habermas no son un dogma, que este planteamiento ha sido motivo de discusión y rechazo por parte de algunas personas que han seguido durante mucho tiempo su pensamiento, con raíces ilustradas y marxistas; pero este filósofo de tanto prestigio considera que son necesarios estos espacios de solidaridad social ante el poder avasallador del Estado y el de los mercados. Más allá de las abayas, lo significativo es la consideración de que la normativa pretende eliminar símbolos que representan a una religión determinada. Y quizá sea más necesario implementar la formación religiosa en quienes lo deseen, desde unas bases profundas, claro, y que, por supuesto, no faciliten desde dentro el dogmatismo y la coacción en las conciencias. Eso requiere, también, relativizar esa supremacía o arrogancia que dificulta el entendimiento mutuo. Quizá así podamos entender el diálogo y la convivencia desde otra perspectiva. l

Escritor