Últimamente me he dado cuenta de que somos muchos los que tenemos una pequeña obsesión con caer bien. Sí, digo somos, porque es algo generalizado en la sociedad y porque, sin duda, debo hablar de ello en primera persona. A veces me siento culpable por sentir esa irrefrenable necesidad de despertar simpatía o, al menos, de no resultar antipático y, sobre todo, por actuar en consecuencia. Otras, en cambio, me exculpo argumentando que todo lo que hago es saludar al entrar, despedirme al salir, pedir las cosas por favor, dar las gracias cuando toca y sonreír de vez en cuando y que eso no es, ni mucho menos, algo que nadie pueda reprocharme y por lo que tenga que pedir disculpas. Que la necesidad de caer bien es mala cuando es impostada o cuando se pretende simular algo que no se es, pero nunca cuando consiste en cumplir con los estándares mínimos de educación que, si tuvimos suerte, nos inculcaron cuando éramos pequeños.
Pero creo que caer bien es algo que va mucho más allá de actitudes concretas o acciones precisas, que suele depender de intangibles que a menudo son difíciles de identificar y no te digo ya de calificar. Que hay personas que, con la naturalidad de quien no tiene que hacer ningún esfuerzo especial para ello, desprenden ese buen rollo tan característico por el que te gustan desde el primer día y te van gustando todavía más a medida que las vas conociendo mejor. Obviamente, es gente que saluda, que da las gracias y sonríe, pero no solo eso. Son personas que transmiten alegría, que tienen una personalidad que nos atrae y una forma de ser que nos atrapa. Personas que queremos tener cerca y que, de la misma manera que nos llenan cuando están, nos dejan un vacío enorme cuando se van. Personas como Iñaki, compañero y amigo, al que esta tarde vamos a despedir y que nos deja, además de un hueco imposible de llenar, una lección de vida: no hay mejor manera de caer bien, que ser como uno es, sobre todo, cuando uno es buena persona.