La cronificación del conflicto bélico derivado de la ilegal invasión rusa del territorio de Ucrania está generando una serie de distorsiones en los planos económico, social y política que van mucho más allá de la emergencia energética, aunque ésta sea la que concentra todos los titulares mediáticos.
La premisa reflexiva jurídica y ética exige comenzar por señalar que la invasión armada de una parte territorial de un Estado soberano (Ucrania) por parte de otro Estado (Rusia) es siempre una grave infracción de la más importante norma del Derecho internacional sean cuales sean los motivos que se invoquen para tratar de justificarla. No es admisible ni tiene justificación alguna lo haga Rusia con Ucrania o lo haga EEUU con Irak o Afganistán.
La inédita situación que vivimos abre numerosas incertezas e incertidumbres con enorme repercusión. Vivimos en un entorno inestable, de incertidumbre permanente y donde el ejercicio de prospección necesario para fijar estrategias sociales, institucionales o empresariales es cada más complejo e imprescindible.
Sorprende que en esta especie de pensamiento único que parece haberse impuesto mediática y políticamente no se ponga el acento en la inacción y la displicencia mostrada por la diplomacia internacional y sus actores, que parecen tener gripado el motor de la laboriosidad y la profesionalidad necesaria para poner fin a la barbarie que representa este conflicto bélico.
Para poner fin a esta invasión ilegal y al conflicto bélico derivado de la misma el trabajo diplomático debe comenzar por un necesario impulso orientado a: 1º) garantizar la salida de las tropas rusas del territorio ucraniano; 2º) posibilitar vías para el debate acerca de otorgar una grado de autonomía al Donbás (tal y como preveían los acuerdos de Minsk de 2014) y en particular permitir la celebración de una consulta a la ciudadanía de tal región acerca del futuro estatus de la misma, y 3º) garantizar que las autoridades ucranianas respeten y fomenten la heterogénea composición étnica, religiosa y cultural del país y respeten los complejos equilibrios geoestratégicos de la región.
¿Tendrá algo que ver esta ausencia de esfuerzos diplomáticos para parar la guerra con la evidencia de que las exigencias rusas no difieren de las soluciones ya admitidas como pauta de actuación en otros precedentes, o en el hecho de que las argumentaciones expuestas desde el régimen ruso de Putin (inadmisibles en clave de justificación de la invasión) no difieren de las expuestas por Occidente (EE.UU. y sus aliados) en las invasiones de Irak o de Afganistán (sin aval de la ONU)?
La política internacional muestra con demasiada frecuencia la existencia de diferentes varas de medir al evaluar y resolver situaciones análogas. También con demasiada frivolidad tendemos a construir maniqueísmos simplistas para poner etiquetas y asignar los papeles de buenos y malos, de héroes y villanos, ante conflictos interterritoriales cuya complejidad exige mayor rigor de observación y de análisis.
Precedente de Kosovo y Osetia
Y el maniqueísmo nunca es buen consejero en las relaciones internacionales; podemos así preguntarnos qué ocurrió en la creación (impulsada por EE.UU.) del Estado kosovar. La respuesta es que en el caso de Kosovo se demonizó a Serbia y la ideología supuestamente prosoberanista vino a exigir que los malos, en ese caso los serbios, consintieran la autodeterminación de sus minorías. Unos meses más tarde, en el conflicto de Osetia que enfrentó a Rusia y Georgia, los buenos (Georgia) pasaron a ojos de los mismos observadores a tener el derecho y el deber de defender su integridad territorial frente a los separatistas y no se dudó en legitimar el brutal ataque de Georgia sobre Osetia del Sur.
Uno de los principales problemas al que nos enfrentamos es la ausencia de un liderazgo mundial compartido. Esta tendencia se agudiza en la dimensión geopolítica global por el hecho de que el mundo vive momentos de gran debilidad institucional. Las instituciones que refundaron las relaciones internacionales en 1945, hace ya 77 años, experimentan un serio declive en su auctoritas mundial lo cual les impide abanderar ese necesario liderazgo supranacional. Alguien debe actuar.
Y desde la UE nadie rechista ni reclama la acción diplomática. Algo que sorprende sobremanera, porque tal inacción solo beneficia a la OTAN; es decir, a Estados Unidos.