En 1899, con 25 años, María Lejárraga publicó su primera obra: Cuentos breves. Lecturas recreativas para niños. Inauguraba con este volumen la colección Biblioteca Educativa, que ella misma había creado en la Escuela Modelo de Madrid.

El entusiasmo con el que acometió este proyecto no encontró idéntica respuesta en su entorno más cercano. Decir que su familia recibió la publicación de su primer libro con frialdad sería pecar de excesiva generosidad. Consideraban, como lo hacía la sociedad del momento, que la escritura en las mujeres era poco menos que una excentricidad; y en el caso de una maestra con plaza, era incluso una irregularidad contractualmente sancionable. 

Aquella fue la primera y última vez que María Lejárraga firmó una obra con su nombre. Entendió que el único modo de que su voz literaria pudiera ser escuchada pasaba, paradójicamente, por desaparecer como autora. Construyó con esta renuncia una prisión de la que jamás pudo escapar. Y de hacer desaparecer la llave se encargó su marido, Gregorio Martínez Sierra, desvergonzado receptor de los aplausos, los honores y, por supuesto, los derechos de autor.

De este inicuo pacto nacieron cuentos, novelas, ensayos, artículos periodísticos, guiones de cine, exitosas obras de teatro y libretos musicales; como Canción de cuna, El sombrero de tres picos, Las golondrinas o El amor brujo.

Cabe señalar que, si bien era un escritor mediocre, Gregorio Martínez Sierra era un competente director teatral y, sobre todo, un genio de la autopromoción. Logró, háganse idea, que en las revistas literarias que fundó la extraña pareja colaboraran autores de la talla de Emilia Pardo Bazán, Antonio Machado o Jacinto Benavente. 

Tal era la desfachatez de Martínez Sierra, que no tuvo reparo en firmar incluso los artículos periodísticos y ensayos feministas que, no hará falta precisar, escribía María. Aunque toda muestra anterior de indecencia palidece ante su forma de proceder cuando se enamoró de la célebre y joven actriz Catalina Bárcena, a la que dirigía en las obras de teatro que su propia esposa redactaba. Pese a que se separaron en 1922, Gregorio siguió exigiendo obras a su abandonada y exhausta mujer hasta el fin de sus días, en 1947. Ella aceptó esta situación por un motivo tan evidente como desolador: sin el nombre de su marido no existía como autora. Y su vocación, una necesidad casi física de escribir, pesó, de nuevo, más que su vanidad.

Pese a mantener en secreto su labor como escritora, María Lejárraga tuvo un gran protagonismo en la vida pública española del periodo de entreguerras. Con Gregorio Martínez Sierra instalado con su amante en Hollywood, Lejárraga trabajó activamente como promotora del asociacionismo feminista. Durante la II República se convirtió, desde las filas socialistas, en una de las primeras diputadas de España. Pero llegó la Guerra Civil y, tras ella, el forzoso (y, a la postre, definitivo) exilio bonaerense. 

Tomó entonces la determinación de revelar al mundo su secreto. Como respuesta recibió, a partes iguales, crueles mofas y furibundos ataques. Qué necesidad podría tener un hombre de la talla de Gregorio Martínez Sierra, argumentaban, de contar con una “colaboradora”; que fue lo que, con asombrosa humildad, ella dijo haber sido. 

En 1974, seis meses antes de cumplir los 100 años, murió, exiliada, pobre y olvidada, una de las más relevantes figuras de la literatura española. La autora en la sombra que, en 1939, puso en boca de uno de sus personajes reveladoras líneas: “¿Quién se ha retirado, a la hora del triunfo, para dejarte a ti toda la vanagloria? ¿Quién ha hecho el silencio en torno suyo para que no se oyera más que tu voz? Ella fue la mujer que despertó del sueño secular y sintió su derecho como un pecado; la que, consciente de su inteligencia, se la quiso hacer perdonar como un crimen”.