n refrán alemán nos asegura que "la comida no se ingiere tan caliente como se guisa" y en las elecciones norteamericanas no solo quemaba menos, es que llegó casi fría.

La comida en este caso era la "revolución" prometida por el ala izquierda del Partido Demócrata que tomó control de la campaña y el mensaje del partido. Fue un intento apoyado por una convicción sorprendente tanto por su intensidad como por su extensión, de llevar prácticas socialistas a Estados Unidos y de modificar radicalmente el país: el sistema parlamentario, el número de estados, el funcionamiento del Supremo, la defensa del medio ambiente y un sistema impositivo de tipo europeo que aquí se considera confiscatorio.

Durante la campaña y en los meses anteriores, los demócratas fueron radicalizando sus posiciones hacia la izquierda y las voces moderadas perdieron audiencia. Es una corriente difícil de parar en el Partido Demócrata, pues sus bases están en las zonas urbanas y costeras, con tendencias más radicales, tanto por la cultura dominante como por el influjo de estudiantes y universidades, dominadas por un idealismo a ultranza.

Tales propuestas son bien acogidas en estos lugares, pero provocan horror en el resto del país que rechaza cualquier amago socialista.

Al prometer una "revolución" los demócratas satisfacen sus bases urbanas, pero repelen cada vez más al resto del país y esto no se reflejó en la votación presidencial, pero si en las dos Cámaras del Congreso y en los Parlamentos y gobiernos de los 50 estados.

Existe lo que llaman aquí la trifecta, es decir, cuando el mismo partido domina las dos cámaras parlamentarias además del gobierno estatal. De estas trifectas, los demócratas tenían 15 y los republicanos 22, que a partir de ahora serán 24 y las ganaron en estados tan dispares como el rural Montana y el costero y moderadamente progresista New Hampshire.

También tenían tanta confianza en recuperar la mayoría del Senado, que se las prometían felices cambiando las normas para poder gobernar sin ninguna resistencia de la oposición, que no podría impedir que el país pasara de sus 50 estados actuales a 52, al admitir a Puerto Rico y convertir la ciudad de Washington en un estado independiente. De conseguirlo, los demócratas tendrían asegurada la mayoría senatorial por largo tiempo pues cada estado aporta dos senadores. Puerto Rico vota demócrata por amplias mayorías y en la capital los candidatos demócratas obtienen más del 90% de los votos

Con semejantes mayorías garantizadas, los senadores demócratas podrían imponer los jueces federales y los magistrados del Tribunal Supremo, pues son cargos de confirmación senatorial. Tan convencidos estaban de que había llegado su hora, que no tenían paciencia para seguir el proceso habitual de substituir a los magistrados salientes, sino que se proponían ampliar considerablemente y de inmediato el número de jueces del Supremo, de forma que la actual mayoría conservadora quedaría diluida con los recién llegados.

Junto con estos cambios en el funcionamiento del Estado, se preparaban a aprobar un New Green Deal, una versión ecologista de lo que fue el New Deal del presidente Roosevelt para sacar al país de la Depresión hace 90 años. Representaba substituir aceleradamente los combustibles de origen fósil por otros mucho más caros y menos contaminantes, algo que en Nueva York o Washington no preocupa mucho, pero en las vastas dimensiones de las planicies americanas, el precio del combustible es un porcentaje notable en el presupuesto familiar.

Las elecciones de pasado martes dieron al traste con estos sueños: si el recuento presidencial estuvo muy disputado, el rechazo a las respuestas fue claro: en el Congreso, donde la Cámara tenía una mayoría de 35 demócratas, perdieron escaños que podrían representar dos tercios de la mayoría de que gozan actualmente.

Su presidenta, Nancy Pelosi, parecía la gran perdedora, con el riesgo incluso de tener que acortar su mandato por la rebelión de muchos miembros que la acusan ahora de ceder ante los elementos más progresistas a costa de quienes representan la mayoría del sentir popular del centro geográfico y social del país.

Nacida en una familia política y con gran experiencia en estas lides, Pelosi supo a lo largo de su dilatada carerra formar compromisos con el Partido Republicano, pero esta vez se negó totalmente a cooperar para expresar así su rechazo al presidente Trump, incluso si esto representaba negarse a aprobar leyes de socorro a las víctimas del covid, por la simple razón de que indirectamente aumentarían la popularidad de Trump.

Entre tanto, los republicanos han ido ocupando territorio tradicionalmente demócrata: han dejado de ser el partido de las élites para ganar apoyo entre las minorías, como los inmigrantes hispanos y los negros; les supieron transmitir en su convención un mensaje positivo de las posibilidades económicas que tienen ante sí, en contraste con las lamentaciones de la convención demócrata, con sus fulminaciones y propuestas para cerrar sectores enteros de la economía y resolver los problemas de la población a base de sopa boba.

Con una miopía electoral incomprensible, los demócratas difundieron este mensaje incluso en las comunidades de exiliados cubanos y venezolanos refugiados del comunismo, o de centroamericanos que buscan en Estados Unidos protección contra los abusos y la violencia.

Con semejantes tácticas, los demócratas han dejado de ser el partido que cuida a los más débiles, para convertirse en el representante de las élites y de los sindicatos de funcionarios, que ya son de por sí una clase privilegiada por la seguridad de empleo en un país donde no hay penalización por despidos, y por las prestaciones sociales que les envidia la mayoría del país que tiene un precario seguro médico y ha de forjar su propia pensión

Por si la redistribución económica no fuera poco para espantar a quienes quieren acumular los beneficios de sus esfuerzos y habilidades, los demócratas enarbolaron banderas de segregación al favorecer a unos grupos étnicos sobre otros en California, o en las prestigiosas universidades de Harvard y de Yale,donde discriminan a los estudiantes asiáticos porque llegan mejor preparados que la mayoría. El privilegio de estos estudiantes asiáticos no se debe a la riqueza de sus familias, sino a una mentalidad de trabajo y superación personal, un anatema para el igualitarismo de la progresía Demócrata.

Joe Biden se ha convertido ahora en presidente y las calles de Washington son una fiesta para celebrar su victoria, pero ante sí tiene la tarea de mantener el equilibrio entre la ultraizquierda de su partido que le ayudó a convertirse en presidente, y la gran masa que no quiere grandes cambios.