Cada vez detesto más las promesas estériles y las mentiras de unos y otros en las soporíferas campañas electorales. Lo de introducir el voto en la urna me supone un sacrificio bárbaro y esta vez volví a quedarme en casa, pero ello no quita para que siguiera con atención unos resultados hasta cierto punto inesperados en Vitoria. Queda claro que el ciudadano de a pie, aun teniendo una ideología marcada, no se aferra ya a un partido político concreto y es capaz de cambiar el signo de su voto si se siente defraudado. A los ciudadanos ya no nos pueden tomar por tontos los políticos y esa es una lección que deberían tener presente. Si se acomodan en la poltrona, consideran que van a ganar sin bajarse del autobús o toman decisiones desafortunadas que enrabietan al personal, recibirán un castigo merecido en las urnas. Aunque muchos alegan que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, en ocasiones es necesario el cambio para la regeneración de una sociedad. Lo que parece claro es que, con independencia de quién rija nuestros designios, la cosa pinta muy oscura. La vida sigue por las nubes y, en líneas generales, los sueldos apenas llegan para lo más básico. A este paso vamos a padecer las penurias de nuestros entrañables abuelos y el futuro que se adivina para nuestros hijos es incierto.