- El juez Juan Pablo Llarena me recuerda cada vez más al coyote que persigue infructuosamente al Correcaminos, papel que en el caso que nos ocupa, encarna el escurridizo Carles Puigdemont. A punto de cumplirse cuatro años de aquella fuga entre chusca y heroica en el maletero de un coche, el balance del asedio sin cuartel del togado al expresident es una sucesión de fiascos a cada cual más sonrojante. Cada vez que los teletipos han atronado dando por cobrado la pieza, los diferentes entes judiciales de Bélgica, Alemania, Francia y ahora Italia han venido con la rebaja. En cuestión de horas las celebraciones cavernarias se convertían en festival de cagüentales contra los intérpretes de las leyes. Y si los anteriores episodios han resultado descacharrantes, este último de Cerdeña ha estado revestido de un patetismo difícilmente igualmente. “El final de la escapada”, se engolfaban los titulares topiqueros de aluvión la mañana siguiente a la detención en la capital sarda. Todo, para acabar envainándosela ante la enésima puesta en libertad del individuo que envenena los sueños del unionismo cañí.

- Lo curioso es que esta vez el efecto de la opereta ha trascendido el gatillazo. Lo que ha conseguido la contumacia de Llarena, que a veces también parece un soberanista de Junts infiltrado, es insuflar a Puigdemont la relevancia que iba perdiendo por minutos. Los últimos movimientos alrededor del procés, y particularmente la constitución de la mesa de diálogo con la sonora ausencia de los postconvergentes parecían haber arrojado al personaje a la cuneta. Ahora, este psicodrama de la cacería nuevamente fallida le ha devuelto a los titulares y, de alguna manera, le ha restaurado su condición de líder martirizado por el enemigo.

- En ese punto es donde a la otra gran familia del independentismo le han vuelto los sudores fríos. Apenas se ha notado que a Aragonés y Junqueras les costaba congo y medio mostrar sus solidaridad obligada con quien no ha perdido la oportunidad de pintarlos como traidores. Como ocurrió en algunas de las algaradas de la reciente Diada, ha sido muy significativo que en las movilizaciones de apoyo al president expatriado se hayan escuchado insultos gruesos contras los dirigentes de Esquerra y se haya pedido a gritos la disolución de la mesa de diálogo con el gobierno español. Todo, mientras Sánchez, con un destello malicioso en los ojos, corría a asegurar que pasara lo que pasara con Puigdemont, la mesa no corría peligro. Más que nada, porque la tiene a su favor.