- Han pasado diez días desde que el insumergible ministro Alberto Garzón lanzara su alegato contra la carne, y ya vemos en qué han quedado sus seguramente nobles intenciones. Lo que pretendía ser la apertura de un debate se ha traducido en la rancia exhibición patriótica de chuletones sangrantes, hamburguesas, costillares, solomillos y hasta cachopos requemados. Le escuché el otro día a un carnicero que había notado un aumento militante de ventas, y no me extrañaría que fuera verdad. En la trinchera de enfrente han proliferado moralistas que después de soltarte la pavada indemostrable (o sea, inventada) del agua consumida, pretendían convertir a los carnívoros predicando la buena nueva del brócoli y la quinoa. Vamos, una batalla perdida de antemano. Hasta yo, que tiendo por paladar a los vegetales, no puedo reprimir el repelús ante semejante alternativa. Y ya, si me proponen los ultraprocesados que imitan pésimamente a los productos animales, salgo a toda leche en busca de un asador abierto.

- Ya escribí en su momento que el fondo del debate es muy procedente. Es evidente que hay que poner coto urgente a las macrogranjas de vacas, cerdos, pollos y gallinas, pavos y/o conejos. Pero meterlas en el mismo saco que las pequeñas y medianas explotaciones que fijan paisaje y población rural es un despropósito infame. Es verdad que en el célebre vídeo, Garzón no hacía tabla rasa. Pero él, que maneja perfectamente la comunicación, sabe que esos decimales no llegan a los titulares, y este es el minuto en que todavía no se ha disculpado con los productores de kilómetro cero que se dejan la piel en el intento de poner en el mercado una vianda de calidad y respetuosa con el entorno.

- Por lo demás, hay un par de cuestiones bastante incómodas. Si la carne producida en masa es veneno para el consumidor y la colectividad, las sanísimas verduras rezuman, en su mayoría, pesticidas tóxicos, han sido cultivadas en lejanos lugares insalubres y cosechadas cuando les falta un rato largo para alcanzar su maduración, lo cual obliga a añadirles más ponzoña. Gracias a eso, como pasa con la carne puesta en el punto de mira, el precio es asumible para las economías más humildes. Y aquí llegamos a la madre del cordero, o al repollo, si prefieren una metáfora vegana. Lo ecológico, lo guay, lo que mola, lo sostenible, solo está al alcance de determinados bolsillos, los de los despreocupados buenrollistas que nos cantan las mañanas. A los pobres no les queda otro remedio que ser cómplices de la destrucción del planeta y de sus propias vidas. Pero sin derecho a protestar.