- Quizá fuera solo un descerebrado malote con ganas de dar el cante el que se lió a escribir memeces en la bandera arcoíris que habían pintado los alumnos de la ikastola Umandi de Gasteiz en una fachada del centro. Desde luego, hay que ser un cagarro humano de escala sideral y padecer una soberbia caraja mental para manchar la pared con proclamillas como “Marikas”, “Transformers no” o, tócate los pies, “Esto con Franco no pasaba”. Pero eso no nos exime de la denuncia más contundente. Ni en este ni en otros casos de amedrentamiento o bravuconadas perpetradas con esprai cabe aducir la melonada de que los grafitis se quitan con acetona. Los autores de los ataques -porque de eso hablamos- deben saber que se enfrentan al rechazo social mayoritario. Un rechazo, como ya escribí el otro día tras la brutal agresión de trece tipejos a un joven de Basauri al grito de “¡Maricón de mierda!”, no debe ser solo de boquilla. Tolerancia cero a los intolerantes, pero de verdad.

- Me niego a considerar anécdota menor lo de esta ikastola porque, si abrimos el foco, comprobamos que el hecho forma parte de una corriente más que preocupante. Cuando pensábamos que íbamos camino de aprobar la asignatura de la libertad de afectos e identidades sexuales, nos hemos dado de morros con el rearme de la homofobia más casposa. Lo verdaderamente preocupante es que a los machirulos de toda la vida se unen sin tapujos miembros de las generaciones educadas específicamente en los valores de la igualdad. Hoy todavía en algunas clases de secundaria la palabra homosexual (o cualquiera de sus sinónimos) se usa como insulto o como arma para el abuso. Eso, mientras los más estupendos de la progritud se dedican a añadir letras a la L, la G, la T y la B de los primeros tiempos, perdiendo de vista lo que pasa a ras de suelo.

- Y a ras de suelo pasan cosas como estas que ya hemos mencionado. O que en un país de la Unión Europea como Hungría se prohíbe que los menores vean Billy Elliot o la serie Friends porque “fomentan la homosexualidad”. O que la UEFA impide que el Allianz Arena de Múnich se ilumine con la bandera arcoíris en el partido de Alemania contra la selección magiar, después de haberle montado un numerito inquisitorial al portero Manuel Neuer por haber lucido un brazalete con los siete colores malditos. Hace apenas diez años no hubiéramos imaginado nada remotamente parecido, y menos, que estemos asumiendo esta involución con semejante pasividad.