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coNCURSANTES que compiten por ver quién tiene los espermatozoides más rápidos, aspirantes a sacerdote que deben elegir entre la novia y el seminario, periodistas que practican sexo en trío o consumen LSD para luego comentarlo... Comparado con lo que se ve en los realities del resto del mundo, el edredoning de Gran Hermano que tanto escandalizó en su día a los más puritanos se antoja pueril. Quizás por eso los creadores de este formato no han parado de introducir novedades, incluida la retransmisión, en la edición holandesa, del parto de una de las concursantes.
"En la televisión británica hace dos años se emitió prácticamente la muerte de una mujer que se hizo muy popular en Big Brother, Jane Goody, enferma de cáncer. Hemos podido ver sexo explícito, operaciones de cirugía, malos tratos? y en todos los casos se han encendido ciertas alarmas que en un par de semanas quedan prácticamente sofocadas", señala Estefanía Jiménez, doctora en Comunicación Audiovisual y profesora de la UPV.
Conscientes de que espacios como los protagonizados por vagabundos o personas discapacitadas "pueden generar mucha controversia", sus responsables no pierden ocasión de subrayar sus buenas intenciones, ya sea ofrecer una segunda oportunidad a colectivos desfavorecidos o concienciar a la sociedad sobre determinados problemas. "Los productores de realities suelen articular discursos exculpatorios, cargados de buenos propósitos, que en ocasiones resultan cínicos, y que suelen pretender aligerar las críticas de las que saben que serán objeto", sostiene esta experta, quien recuerda que "el fin de un programa no es ayudar a sus personajes a salir de un problema, sino ser atractivo para interesar a su audiencia potencial".
Premiar a una mujer indigente con un año de alquiler gratis o a una ex prostituta con una dote para que pueda contraer matrimonio no es, por más que se presente como tal, una "labor social". "Se están atribuyendo a la televisión responsabilidades que son competencia de las instituciones. Esto puede tener implicaciones peligrosas, porque hay cuestiones que deben de resolverse a través de herramientas de otra naturaleza, y no a partir del espectáculo, la dramatización de la injusticia y la pobreza o la explotación de los débiles", advierte Jiménez.
Donar un riñón Reducir el número de embarazos en adolescentes fue la excusa que esgrimió en su día la BBC para emitir el programa The Baby Borrowers, en el que jóvenes de entre 16 y 19 años cuidaban durante unos días a bebés y niños ajenos. Una responsabilidad para la que una de las parejas demostró no estar nada preparada, ya que olvidó dar de comer a su hijo prestado de 10 años durante un día entero. También para concienciar a la población se gestó en Holanda un falso reality, en el que una mujer con un tumor cerebral incurable iba a donar un riñón al ganador. La farsa no se descubrió hasta el final del programa, que se emitió pese a las críticas recibidas.
Sin llegar a esos extremos, las cadenas estatales han incluido en sus parrillas espacios, como Generación Ni-Ni, protagonizados por jóvenes conflictivos a quienes supuestamente se pretende reeducar. "Los programas de este tipo no pueden considerarse educativos. Quizá algunos partan de esa premisa, pero el mero hecho de que constituyan material televisivo aleja la potencialidad didáctica de las pseudoterapias que se representan ante las cámaras. Un adolescente conflictivo no toma real conciencia de las consecuencias de sus actos tras un par de encuentros con un coach", considera Jiménez. Pese a que Cuatro presentó Madres adolescentes "como una oportunidad para que sus protagonistas aprendan a cuidar de sus criaturas", el enfoque, reitera la profesora, "no puede dejar de ser televisivo y suele centrarse en los conflictos a los que las personalidades extremas de las chicas pueden dar pie".
Dirigidos "a un público de estrato social medio-bajo y de edad madura", los realities rizan el rizo para captar espectadores. Tal es así que ya se han emitido espacios en los que la protagonista, bisexual, debía elegir pareja entre un grupo de mujeres y hombres. "No faltan quienes se echan las manos a la cabeza por la última vuelta de tuerca de un reality, pero la audiencia está acostumbrada a los escándalos de tres minutos", señala Jiménez.
A falta de "una regulación estricta y severa", si el programa obtiene los seguidores suficientes, sigue en antena, "y el público, aunque lo encuentre reprochable, acaba por interiorizar que es emitible", apunta esta profesora. De hecho, añade, "se tiende a responsabilizar a los espectadores de sus decisiones ante la oferta televisiva, con lo cual se libera parcialmente a productoras y cadenas de esa carga". Tal es así, concluye, que "el público tiende a asumir que cuando un programa alcanza popularidad, su emisión queda legitimizada".
Mercantilizar emociones Aunque para muchos resulte inexplicable, Gran Hermano prepara su decimotercera edición. "Los productos que más éxito suelen tener son los más sencillos, los que conectan con la vida de los espectadores, remueven sus emociones o consiguen generar protagonistas con los que sea posible identificarse o que conciten rechazo", explica Jiménez. Las emociones que despiertan los concursantes en la audiencia son aprovechadas por las cadenas para conseguir ingresos extra. "Los votos suelen canalizarse a través de servicios de mensajería, de modo que los impulsos y las emociones de la audiencia también resultan mercantilizados".
Al estimar la rentabilidad de estos espacios, hay que valorar algo más que su presupuesto. "Gran Hermano cuesta bastante más que otros realities, pero proporciona materia prima para rellenar una parte sustancial de la programación, de modo que también hay que tener en cuenta la voluntad de las cadenas de explotar más o menos sus realities, su interés por apostar por unos productos más que por otros y su voluntad por identificarse con un tipo de televisión socialmente mal vista o alejarse de ella".