Las personas se mueven. La migración es un fenómeno global. Y el movimiento es un acto que forma parte esencial, inherente y fundamental de nuestro desarrollo: movernos de un lado para otro con nuestros bártulos, familias y progenie, mezclarnos y mestizarnos es lo que nos ha mantenido con vida.

Es una de las claves de nuestro éxito como especie en este planeta. Hasta que asentamos el culo y forjamos ciudades, hace apenas un puñado de miles de años atrás, hemos sido un animal migratorio. Así que no hay nada nuevo en esto de desplazarse, tampoco en el hecho de inventarse historias al respecto.

Hoy en día, en 2019, aproximadamente 258 millones de personas han cruzado fronteras internacionales para cambiar de vida. Y otros 760 millones dentro de sus países se han trasladado de provincia, región, ciudad o pueblo. Una de cada siete personas de las población mundial está en constante movimiento.

Los motivos de estas migraciones son muy diversos y particulares en cada caso, pero para mayoría de estas personas (un 41%) aseguran que la principal razón es económica: la pobreza que les asfixia, la búsqueda de un porvenir o la simple idea de forjarse una vida más próspera. Esta ha sido de siempre, en la Historia, la principal motivación para migrar y moverse. Conviene recordar que muchos de esos viajeros y viajeras no sólo son “como nosotros”, sino que en verdad son vecinos nuestros o nosotros mismos: hasta el año 2015 la crisis económica en España seguía empujando a gente, especialmente jóvenes, al extranjero. Durante el primer lustro de la década, de 2010 a 2015, salió más gente a buscarse la vida que la que entró. En 2013, más de medio millón de españoles abandonaron sus hogares y se marcharon al extranjero como migrantes, haciendo de España el estado de la UE que más personas “exportaba” a otros países. Huían de la precariedad, buscaban nuevos horizontes profesionales o acabar con las frustraciones que el paupérrimo mercado laboral local les ofrecía.

Durante los últimos años, la balanza del flujo migratorio en España se ha vuelto a nivelar o sobrepasar, pero no es un fenómeno nuevo. En 2018, aproximadamente unas 300.000 personas abandonaron España mientras que otras 640.000 personas se cruzaron en su camino de regreso o llegaron de nuevo para quedarse a vivir aquí.

No obstante, hay otra gran mayoría de viajeros que pululan por el mundo y de forma audaz cruzan verjas, muros y fronteras con afán de comenzar una nueva vida de forma legal o irregular, o como se pueda, y lo hacen porque han dejado atrás sus hogares a la fuerza. Se marcharon de casa porque eran perseguidos por razones políticas, sociales, sexo o raza, amenazas de todo tipo o la violencia en su espectro más amplio: matrimonios forzosos, mutilación genital, abusos familiares. Y por supuesto, también la guerra, el terrorismo, las mafias o la explotación sexual. También cada vez más gente se marcha porque su casa ha sido simplemente devastada o destruida por catástrofes naturales o desmesuradas situaciones provocadas por el cambio climático como sequías, hambrunas, falta de cosechas, incendios o inundaciones.

Así es, nunca antes en la historia de la humanidad había existido en la Tierra tal cantidad de viajeros forzados. En 2019, más de 70 millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares. A menudo, a estas personas las llamamos “refugiados”, aunque en la gran mayoría de las veces esta denominación no encaja de ninguna de las maneras en la definición de las Naciones Unidas de 1951, porque la gran inmensidad de ellas a lo sumo son solicitantes de asilo o aspirantes a ser refugiadas.

No obstante, todas ellas, las personas que se mueven, tanto las que se marchan con papeles y visados, como las que arriesgan su vida en botes y lanchas hinchables sufren de otro fenómeno igualmente global y extendido: la desidia, difamación, apatía, el ninguneo, la discriminación y una amplia y extendida carga de historias falsas, bulos, mentiras y argumentaciones falaces que a menudo fabricamos las personas que no nos movemos. Los que se quedan quietos y pasmados son los que fabrican el discurso del odio: así se miente y difama sobre las migraciones.

NO VIENEN A EUROPA La principal falacia sobre las migraciones globales es la falsa idea de un gran éxodo masivo: la invasión de Europa. El mundo entero se agolpa y apelotona a las puertas del continente. Ahí, y en el muro de México, ya que también asaltan EEUU. Arizona y Almería como lugares de máxima tensión migratoria. La cobertura mediática que hacemos los periodistas mostrando imágenes de las llegadas en barcas o fotos del asalto de vallas y verjas son en realidad anecdóticas y dan una falsa idea de un hecho real. El 80% de esos 70 millones de personas desplazadas en 2019 se marchó a países limítrofes, vecinos o colindantes del lugar que huían. La mayoría de los desplazados de Sudán del Sur huyen a Sudán del Norte. La inmensa multitud del éxodo rohinyá que huyen de las violaciones de Derechos Humanos en Myanmar están ahora en Bangladesh. Esto es otro ejemplo: de los casi siete millones de personas que han escapado de la guerra en Siria, la gran mayoría de ellos están alojados en Turquía (que acoge a más de tres millones y medio de sirios), Líbano (casi un millón), Jordania o Iraq (otro país en conflicto).

En Europa, durante los últimos años han cursado solicitud de asilo aproximadamente un millón de personas procedentes de Siria, una cifra ridícula a proporción de nuestra población. Sobre la supuesta “avalancha” de migrantes: la Unión Europea concentra en sus cuatro millones de kilómetros cuadrados a 512 millones de habitantes. En 2019, llegaron de forma irregular a nuestras costas mediterráneas unas 32.000 personas. Esto supone en términos totales y de proporción un 0,01% de la población total de la UE. El conflicto del buque Open Arms ha mantenido en vilo a la diplomacia para realojar tan solo a un centenar de personas. España se ha comprometido a acoger a quince de ellas y ha enviado en un alarde de solidaridad un buque de la Armada. De nuevo, en términos globales: con un par de furgonetas Ford Transit o Volkswagen, pagar unos peajes de autopista y gasolina le bastaba al Gobierno de España para dar al traste con esta falacia y mentira de crisis migratoria del último mes.

Lo que sí es bien cierto es esto: una de cada seis personas que se lanzó a cruzar el mar Mediterráneo en 2019 fracasó y murió. Estas rutas clandestinas son de lejos las más mortíferas del planeta. En los últimos años más de 25.000 personas han fallecido ahogadas. Pero tan solo se recuperan un 25% de los cadáveres, y no hay cifras oficiales sobre cuánta gente en realidad ha muerto en este terrible foso. El cierre de otras rutas ha hecho que las llegadas por el estrecho de Gibraltar aumenten en los últimos años, pero los riesgos de cruzar a España no solo son los naufragios. Según un estudio llevado a cabo por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) que ha realizado más de 1.300 entrevistas y evaluaciones médicas y psicológicas, el 48% de los migrantes que llegaron a España entre 2017 y 2018 por mar sufrieron al menos uno de los cinco indicadores que esta organización vincula al tráfico y explotación de personas. En el tránsito de su viaje a Europa, casi la mitad de estas personas fueron secuestradas, encerradas y alojadas a la fuerza, privadas de libertad, forzadas a trabajar o incluso a prostituirse.

Pasado ese trance y alcanzadas las costas de España, para muchas de estas personas, este lugar tampoco era el sitio en el que pretendían reiniciar sus vidas. El 80% de los africanos que llegan a España de forma ilegal proceden de países donde se habla francés y prefieren ir más al norte, allende los Pirineos: Francia o Bélgica.

No obstante, pese a las impactantes imágenes de cayucos, según fuentes policiales las llegadas en barca tan sólo representan el 8% de la migración indocumentada. La mayor parte de las personas que se escurren de forma irregular a través de las fronteras llegan al aeropuerto de Madrid-Barajas, por las terminales 1 y 4, que son es uno de los puntos principal es de entrada de Europa. También por el Prat de Barcelona y otros más pequeños como Mallorca, Girona o Tenerife. Incluso por la frontera con Francia. Así, los países de los que más personas llegaron entre 2017 y 2018 fueron Venezuela, Colombia e Italia; el cuarto fue Marruecos, seguido de Honduras, Perú, Brasil, República Dominicana y Argentina.

NI MÁS NI MENOS A pesar de que las cifras no mienten, un estudio realizado por Amnistía Internacional asegura que en España creemos que hay más inmigrantes que los que realmente hay. Esto es un poco extraño, pero digamos que es un efecto óptico, una ilusión. A 1 de enero de 2019, vivían en España 4.848.516 extranjeros, lo que supone algo más del 10% del total de los residentes del país. Sin embargo, según ese estudio de Amnistía Internacional “los nativos” entrevistados percibían que el porcentaje de población extranjera en España debía ser mucho más del 20%. Esta distorsión se debe a la mayor presencia de migrantes en los transportes públicos o en espacios de ocio gratuito, debido a su menor poder adquisitivo. Pero sobre todo al foco de los medios de comunicación, en cuyo relato los extranjeros solo tienen cabida cuando protagonizan algún hecho delictivo.

Una vez más, los periodistas y el discurso modulan un relato para la convivencia. Relacionar la migración con la delincuencia o la violencia machista es otro de los eslóganes estrella. Los feminicidios y la violencia machista es una lacra mundial y afecta por igual a mujeres de todos los países. De hecho, en Europa, las mayores tasas de violencia de género se registran en los países nórdicos, a pesar de que invierten más en educación igualitaria. Así lo reveló en 2014 una estudio de la Agencia de Derechos Fundamentales de la UE, que al preguntar a las encuestadas si habían sufrido violencia física o sexual alguna vez desde los 15 años, situó en cabeza a Dinamarca (52%), Finlandia (47%), Suecia (46%), Holanda (45%), Francia y Reino Unido (44%), muy por encima de España (22%). Según la memoria del Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces, el 63% de los crímenes relacionados con la violencia de género son perpetrados por españoles, frente al 37% en las que se aglutinan todas las nacionalidades restantes.

La violencia machista no ha sido “importada” por la gente llegada de sociedades más tradicionales y con menor desarrollo legislativo para combatirla. Sí que es cierto que la precariedad o la migración expone a muchas mujeres a una situación más vulnerable o de subordinación. Nada más. Y muchas sufren una doble discriminación como mujeres e inmigrantes.

Sobre la delincuencia, no hay mucho más donde rascar. Según el Instituto Nacional de Estadística el 76,20% del total de personas condenadas por algún delito en España el año anterior fueron obviamente personas de nacionalidad española. Es decir, la inmensa mayoría de las bandas, atracadores, ladrones y chorizos en general son los propios ciudadanos españoles. Y además entre ellos. Algo evidente. Por una mera cuestión de proporción. Con respecto a la población reclusa, unos 17.112 extranjeros cumplen condenas en cárceles españolas, lo que supone un 0,34% de la población migrante.

Con respecto al gasto que la migración supone para el Estado de Bienestar, de nuevo la realidad es diferente a los gritos de alarma. Un estudio de La Obra Social de La Caixa demuestra que los migrantes aportan más a las arcas públicas de lo que reciben, ayudan a mantener el sistema público de pensiones y generan 5.500 millones de euros en impuestos. Esto, además, es una constante en otros estudios sobre la migración realizados en otros países. Y pese a ser un colectivo con una elevada tasa de pobreza, el uso por personas extranjeras de los Servicios Sociales no pasa del 16%. A pesar de que 2.010.634 personas no nacidas en España están afiliadas y contribuyen a la Seguridad Social, según datos del Ministerio del Interior. Y al ser una población mayoritariamente joven (de entre 25 y 45 años), apenas representan el 1% de las personas beneficiarias de pensiones en España, y más de la mitad proceden de la Unión Europea.

NI GUETOS, NI PISOS Algunas de las mentiras más repetidas son referentes a la habitabilidad. Las personas migrantes y los refugiados no prefieren vivir en guetos, ni en campos de refugiados, ni chabolas. Tampoco en los llamados “pisos patera”, aunque existen estos lugares de hacinamiento, según datos del Instituto Nacional de Estadística, el 70,3% de los pisos con ocho o más residentes corresponden a personas nativas -ciudadanos españoles-, el 21,7% a población mixta y tan solo el 8% a población extranjera. Aunque el alquiler sigue siendo mayoritario entre la inmigración, la cuarta parte hizo suya la “costumbre nacional” de tener vivienda propia.

Respecto a los refugiados cabe desmontar otro mito: la mayoría no vive en campos de refugiados. Aunque en el mundo hay un gran variedad de lugares y establecimientos donde se cobijan gran parte de estas personas, según datos del propio ACNUR, el 61% de las personas que solicitan asilo y refugio viven en áreas urbanas. Como el millón de refugiados que acoge Alemania. O la mayoría de los sirios que están en todos esos países vecinos, residen en sus ciudades, sólo el 8% está en campamentos. Los campos de refugiados deberían ser tan solo una solución temporal y esporádica a una emergencia ya que no favorecen la integración de comunidades, ni permiten el desarrollo personal ni la libertad de las personas.

Y por último, uno de los mitos, quejas y clichés más absurdos: “¿Si tan mal están por qué muchos migrantes tienen un teléfono móvil mejor que el mío?” Vale, esto es así, es verdad. Tu necesitas un teléfono, pero los refugiados y migrantes, no. ¿verdad? La comunicación y el acceso a información es una parte esencial de la vida moderna. Y la mera idea de pretender que los refugiados y migrantes vivan desconectados del mundo es cruel y anómala. A pesar de que están en desventaja, por el idioma y los recursos económicos, muchos estudios demuestran que la mayoría de las personas migrantes destinan de una u otra forma más de un tercio de sus recursos de bolsillo (o estipendios diarios) a estar conectados. Lejos quedaron las épocas de los locutorios. Quizás ahora es un mensaje de WhatsApp o un emoticono en Facebook. Pero muy a menudo, es la necesidad de llamar y decir: “Mamá, papá, ya he llegado a mi nueva casa. Y estoy bien. Os echo de menos. Os quiero. Dormid tranquilos. Al menos esta noche”.