De creerse a pies juntillas los parámetros de la nueva crisis internacional turca, la política del Mediterráneo es un auténtico juego de orates. Porque Ankara compra armas (misiles S 400) al teórico enemigo (Rusia) en detrimento del amigo de siempre (los EEUU); busca hidrocarburos en aguas territoriales ajenas (chipriotas) y se ríe de las correspondientes sanciones de la Unión Europea (UE) porque -dice- son quiméricas ya que esta carece de medios para ejecutarlas. En primer lugar, porque una rotura con Turquía anularía el acuerdo del 2016 sobre el control de fugitivos, abriendo así las puertas de nuevas entradas masivas de migrantes en Europa.

Y pese a que todo esto es relativamente cierto -aunque discutible y reversible-, el contexto económico-político-militar de la situación se vuelve de la mar de lógico si se le enmarca en las crecientes debilidades financieras y electorales del presidente Erdogan y su partido, el AKP.

Erdogan sufre un creciente desgaste político porque su mayor baza electoral -el auge económico del país en los últimos lustros- se ha agotado. Y empecinado en su pasional amor al poder, el presidente turco ha respondido a esta habitual evolución democrática con un acaparamiento de funciones y atribuciones de fuerte tinte dictatorial.

La última medida de este tipo ha sido someter al banco central del país a las órdenes directas del presidente para imponer así una reducción del precio de dinero a fin de reactivar así la coyuntura.

A esos nubarrones sobre la democracia turca se suman los problemas generados por la megalomanía de Erdogan, quien quiere hacer de su país la potencia clave del Oriente Medio.

La ambición en un político es legítima? siempre y cuando sea realista. Y la de Erdogan no lo es. Para sus ambiciones carece tanto de la fortaleza económica pertinente como de aliados que la hagan posible. Por razones estratégicas choca con Moscú; por motivos dogmáticos, con Teherán (pero de cuyo petróleo no puede prescindir); por criterios étnicos, con Siria y los kurdos (los propios y los del Irak); por odios históricos, con los griegos de Atenas y Nicosia.

Y por si todo esto fuera poco, las prospecciones petrolíferas en aguas chipriotas la enfrentan a la UE y a Egipto. Este, a la chita callando y con los mayores campos gasísticos del Mediterráneo en su poder, ha formado una asociación de naciones ribereñas para la explotación conjunta de los yacimientos? asociación a la que Turquía no se quiso unir nunca.

Pero lo peor de todo para los proyectos de Erdogan es la recesión que está padeciendo Turquía. Si no revierte muy pronto la coyuntura, el descontento popular crecerá tanto y tan deprisa que seguramente perdería las próximas elecciones.

En contra del director general del banco central, Erdogan quiere rebajar en uno o dos puntos el tipo de interés.

Ello es teóricamente factible ya que el tipo real (el oficial una vez descontada la inflación) es del 8,3% en Turquía, el más alto imperante en las primeras 50 economías mundiales), pero a criterios del director destituido es absolutamente inoportuna.

Una rebaja así en un momento de recesión seria provocaría una salida masiva de capitales extranjeros invertidos en la República. Y eso -según el banquero destituido- llevaría en estos momentos a Turquía al borde la bancarrota.

Así que a la vista de las tensiones y crisis que acumula Ankara, parece que Erdogan está tanteando una salida a lo norcoreano: provocar una tensión internacional tan grande como para que los enemigos sean los primeros interesados en evitarla, concediendo grandes préstamos. Lo malo para Erdogan es que el paralelismo Turquía-Corea del Norte no le ve más que él, si es que él lo ve de verdad.