La cima del Portet se corta en el horizonte. Lo acuchilla. Su punto de fuga es el abismo. El infnito. La nada. Pogacar, el líder que todo lo puede, se aventuró al más allá. Encontró el Nirvana entre la niebla y las nubes. Nada más alto que su sol en el Tour. Pogacar celebró la victoria de la etapa reina agitando la bandera del UAE impresa en su maillot. Es el rey sol de la Grande Boucle. Después de tocar las nubes, se dejó caer sobre el asfalto. Jadeó su alegría de amarillo. Pogacar tomó el cielo. Su segundo Tour se comprimió en 65 kilómetros, la sala del juicio final con el Peyresourde, Val Louron-Azet y la llegada en las nubes del Portet. Sobre ellas izó la bandera de su imperio Pogacar, que culminó el tajo de su equipo con una victoria estupenda que reafirma su condición de patrón de la carrera. El esloveno triunfó vestido de amarillo, el uniforme del campeón. Un descubrimiento para Pogacar. “Es fantástico ganar con el maillot de líder”, dijo el esloveno mientras soltaba las piernas en el rodillo. Pogacar levita.

El esloveno nunca había festejado una etapa con la piel amarilla del mejor. Pogacar se destacó en el duelo con Vingegaard y Carapaz, que le acompañaron hasta las puertas del cielo. El danés y el ecuatoriano son los únicos que soportaron al líder. Vingegaard es segundo en la general a 5:39. Carapaz, tercero, a 5:43. Del podio se desparramó Urán, que se resquebrajó. Concedió 1:49 y pierde más de siete minutos en el ábaco del Tour. Pello Bilbao, estupendo, se subrayó en la décima plaza con una gran ascensión al gigantesco Portet, por encima de los 2.200 metros. En la cúspide de la pirámide reinó la corona de Pogacar, que empaquetó su segundo Tour. El esloveno venció en la primera crono y en la etapa reina. Nada se le resiste. Campeón a tiempo completo.

El líder, feliz de amarillo, lo es aún más desde que Allan Peiper, uno de los directores del UAE y su guía en el Tour de 2020, ha regresado a su lado. “Le echamos de menos en el autobús y en el hotel. Es muy triste que no haya podido estar con nosotros”, apuntó antes de salir. Peiper, que combate un cáncer, abrazó al esloveno. Agradecido, Pogacar, estimuló a sus costaleros a marcar el paso en el Peyresourde, un hilo gris cicatrizando una montaña bella e hipnótica enmoquetada en verde. Turgis, Pérez, Godon, Pöstlberger, Chevalier y Van Poppel abrieron la comitiva desde la fuga, que perdió la mitad de sus ahorros en la montaña. Pogacar quería darle aire a la cometa. Indurain y Chiapucci atravesaron Val Louron como el viento hace 30 años. El resto es historia. El navarro se coronó en París e inició su reinado en un lustro de oro.

Sobre esa huella de la memoria pisó Pogacar, dispuesto a estrangular cualquier oposición. El esloveno quiere un imperio para la eternidad. El único enigma del Tour reside en conocer quién le acompañara en París y a qué distancia. En la culebra de brea que serpentea por Val Louron, el líder, mascara impenetrable la suya, solo contaba sufrimiento en los demás. Vingegaard, joven, pálido, que asustó a Pogacar en el Ventoux, busca el podio a través de la mueca de la resistencia. Carapaz, siempre combativo, no tiene un discurso distinto al danés. Urán, experimentado, trató de sostener la misma pose, pero quebró.

El UAE sacrificó a sus peones. Los fue quemando a la espera del fogonazo de Pogacar, el sol de la Grande Boucle. Perez, corajudo, el último superviviente de la escapada, pudo atravesar la segunda cima. Godon se unió a Perez en el soportal del Portet. Pello Bilbao mostró los incisivos de su ambición. El Portet achata las narices y arruga los rostros, que cumplen años. A las pulmones les gotea arena. A las piernas les comen las termitas del esfuerzo. Puñetazos de fatiga entre los alaridos de la afición. Una cuneta de voces, ikurriñas y camisetas naranjas que recuerdan los tiempos felices en medio del entusiasmo el día de la fiesta nacional francesa. La montaña era un eco de festejo y jadeo. McNulty exageró el ritmo. A Quintana, que hizo cumbre en 2018 e inauguró la cima para el Tour, la montaña le cayó encima. Van Aert, el hombre que domó el Ventoux en dos ocasiones, también agachó el cuello. McNulty era el sicario de Pogacar. Perez, por delante, anestesió Godon.

FENOMENAL PELLO BILBAO

Majka recogió la antorcha del norteamericano. Pogacar echó una mirada a su espalda. De ella se desconchó Enric Mas, atravesado, indigesto en el Portet. Guillaume Martin le acompañó en la pena. Pello Bilbao, agonista, ciclista de aliento largo, se aferró a la tortura. Rebelde con causa. Lutsenko era un lamento en un grupo con el líder, Vingegaard, Kuss, Carapaz, Urán, Kelderman, Woods, O’Connor, Gaudu o Teuns. Perez, con el maillot abierto, boqueaba. Pello Bilbao, valiente, se adentró en los límites. Mas, Martin y Lutsenko se habían caído del cartel. Surgió entonces la fiebre amarilla de Pogacar. Vingegaard, Carapaz y Urán resistieron el primer embate del líder. En el tercero, el colombiano dimitió.

Carapaz se escondió a la espalda de Pogacar y Vingegaard en una montaña que no permite camuflarse. En la niebla, con el piso rugoso que lija, Pocagar lanzó otro destello. Vingegaard y Carapaz no se dejaron cegar. Pello Bilbao se cosió a la persecución con el grupo de Urán. Pogacar, obsesivo, obstinado, no se detuvo. Vingegaard y Carapaz aguantaban. Partisanos en una cortina de niebla que enfrió una montaña caliente. Pogacar volvió a la carga. El danés y el ecuatoriano eran dos lapas. Carapaz soltó su latigazo. Pogacar pudo cogerle, pero a Vingegaard le dislocó un instante. El danés recompuso la figura a tiempo. Pogacar, Vingegaard y Carapaz buscaron el cielo. Lo asaltó Pogacar.